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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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y Harshaw se pasarán toda la noche quejándose, pero mañana se quedarán.

—¿Tú crees?

Asintió con la cabeza.

—Comeremos, dormiremos, y después ya veremos lo que hacemos.

Suspiré.

—Continúa.

Me puso una mano sobre el hombro.

—Seguirás avanzando, y cuando te caigas, te levantarás. Y cuando no puedas

hacerlo, nos dejarás llevarte. Me dejarás llevarte. —Bajó la mano—. No te quedes

aquí fuera demasiado tiempo —dijo, y después se giró y cruzó el altiplano.

No voy a volver a fallarte.

La noche antes de que Mal y yo entráramos por primera vez en la Sombra, me

había prometido que sobreviviríamos. Estaremos bien, me había dicho. Siempre lo

estamos. En el año que había pasado desde entonces nos habían torturado y

aterrorizado, destrozado y reconstruido. Probablemente jamás volviéramos a

sentirnos bien, pero entonces necesitaba esa mentira, y ahora también. Nos mantenía

en pie, luchando un día más. Era lo que llevábamos toda la vida haciendo.

El sol estaba comenzando a ponerse. Permanecí junto al borde de la cascada,

escuchando el rugido del agua. Mientras el sol descendía, la cascada se prendió en

llamas, y observé el lago del valle mientras se volvía dorado. Me incliné sobre el

precipicio, y vislumbré la pila de huesos que había debajo. Fuera lo que fuera lo que

estuviera cazando Mal, era grande. Examiné la niebla que se alzaba de las rocas en la

base de la cascada. Por su forma de hincharse y moverse casi parecía como si

estuviera viva, como si…

Algo se abalanzó contra mí. Caí hacia atrás, tropezando, y me di un fuerte golpe

en el coxis. Un chillido cortó el silencio.

Mis ojos buscaron en el cielo, y vi una enorme forma alada que se elevaba sobre

mí en un ancho arco.

—¡Mal! —grité. Mi bolsa estaba al borde de la plataforma, junto a mi rifle y mi

arco. Corrí hacia ellos, y el pájaro de fuego se dirigió directamente hacia mí.

Era enorme, blanco como el ciervo y el azote marino, y sus enormes alas estaban

teñidas de unas llamas doradas. Azotaban el aire, y las ráfagas me empujaban hacia

atrás. Su grito reverberó por el valle cuando abrió su enorme pico. Era lo bastante

grande como para arrancarme el brazo de un mordisco, o tal vez la cabeza. Sus garras

relucían, largas y afiladas.

Alcé los brazos para utilizar el Corte, pero no lograba mantener el equilibrio. Me

resbalé y noté cómo caía hacia el borde del peñasco; mi cadera y después mi cabeza

golpearon la roca húmeda. Los huesos, pensé. Por todos los Santos, los huesos al

fondo de la cascada. Así era como mataba.

Me aferré a la piedra húmeda, tratando de encontrar agarre… y entonces caí.

El grito se me quedó atrapado en los labios cuando noté que casi me arrancaban el

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