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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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Levanté los brazos para defendernos de aquella cosa horrible que Zoya había

atraído hacia nosotros. La nube explotó, y se deshizo en copos inofensivos que

cayeron hasta el suelo a nuestro alrededor.

—¿Ceniza?

Estiré el brazo para coger un poco entre los dedos. Era fina y blanca, del color de

la tiza.

—Será alguna clase de fenómeno meteorológico —supuso Zoya, e hizo que la

ceniza se alzara otra vez en espirales perezosas. Volvimos a mirar hacia la colina. Las

nubes blancas seguían moviéndose por ahí, pero ahora que sabíamos lo que eran

parecían algo menos siniestras—. No pensabais de verdad que eran fantasmas,

¿verdad? —Me ruboricé, y Tolya se aclaró la garganta. Zoya puso los ojos en blanco

y caminó a zancadas hacia la colina—. Estoy rodeada de estúpidos.

—Daban miedo —me dijo Mal, encogiéndose de hombros.

—Siguen dándolo —murmuré.

Mientras ascendíamos, unas extrañas ráfagas de viento nos golpeaban, cálidas y

después frías. No importaba lo que dijera Zoya; el bosquecillo era un lugar

espeluznante. Me mantuve alejada de las ramas extendidas de los árboles y traté de

ignorar la piel de gallina de mis brazos. Cada vez que una nubecilla blanca se alzaba

cerca de nosotros, yo pegaba un salto y Oncat siseaba desde el hombro de Harshaw.

Cuando finalmente llegamos a la cima de la colina, vimos que los árboles

continuaban hasta el valle, aunque allí sus ramas estaban repletas de hojas púrpuras, y

sus filas se extendían por el paisaje que teníamos debajo como los pliegues de la

túnica de un Hacedor. Pero eso no fue lo que nos hizo detenernos en seco.

Delante de nosotros se alzaba un enorme peñasco. No parecía tanto una parte de

las montañas como la pared del fuerte de un gigante. Era oscuro y enorme, casi plano

en la cima, y la roca era del gris oscuro del hierro. A sus pies el viento había

arrastrado una maraña de árboles muertos. El peñasco estaba partido por la mitad por

una cascada que rugía y alimentaba un lago de agua tan clara que podíamos ver las

piedras del fondo. El lago se extendía durante casi todo el valle, rodeado de los

árboles soldados en flor, y después parecía desaparecer bajo tierra.

Bajamos hasta el valle, rodeando y saltando pequeñas charcas y riachuelos,

mientras el estruendo de la cascada llenaba nuestros oídos. Cuando llegamos hasta el

lago, nos detuvimos para llenar las cantimploras y lavarnos la cara.

—¿Es esto? —preguntó Zoya—. ¿La Cera Huo?

Harshaw apartó a Oncat a un lado y hundió la cabeza en el agua.

—Debe de serlo —dijo—. ¿Qué hacemos ahora?

—Subir, creo —respondió Mal.

Tolya examinó la extensión resbaladiza de la pared del peñasco. La roca estaba

mojada por el agua de la cascada.

—Tendremos que rodearlo. No hay forma de escalar por aquí.

—Por la mañana —replicó Mal—. Es demasiado peligroso escalar este terreno

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