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aromática. Zoya arrugó la nariz, pero Tolya y Harshaw sacaron sus monedas a toda
prisa.
Ahí era donde la familia de Mal y la mía habían encontrado la muerte. De algún
modo, la atmósfera salvaje y alegre parecía casi injusta. Desde luego, no encajaba
con mi humor.
Me sentí aliviada cuando Mal dijo:
—Pensaba que este lugar sería más triste.
—¿Has visto lo pequeño que era el cementerio? —pregunté en voz baja, y él
asintió con la cabeza. En la mayor parte de Ravka los cementerios eran más grandes
que los pueblos, pero cuando los shu quemaron aquellos asentamientos, no había
quedado nadie para llorar a los muertos.
Aunque estábamos bien aprovisionados gracias a las reservas de la Rueca, Mal
quería comprar un mapa hecho allí. Necesitábamos saber qué caminos podían haber
quedado bloqueados a causa de los desprendimientos y qué puentes habían sido
derruidos por el agua.
Una mujer con trenzas blancas que se asomaban bajo su gorro de lana naranja
estaba sentada en un taburete bajo y pintado, canturreando para sí misma y agitando
un cencerro para llamar la atención de los transeúntes. No se había molestado en
poner una mesa, pero había desplegado una alfombra directamente sobre la tierra
donde exhibía su mercancía: cantimploras, alforjas, mapas y anillos de oración de
metal. Había una mula tras ella, sacudiendo las largas orejas para librarse de las
moscas, y la mujer se estiraba de vez en cuando para darle una palmada en el hocico.
—Pronto vendrá la nieve —comentó, mirando al cielo con los ojos entrecerrados
mientras examinábamos los mapas—. ¿Necesitáis mantas para el viaje?
—Estamos bien provistos —dije—. Gracias.
—Mucha gente se dirige hacia la frontera.
—¿Y usted no?
—Soy demasiado vieja como para ir. Los shu, los fjerdanos, la Sombra… —se
encogió de hombros—. Si te sientas quieta, los problemas pasan de largo.
O te golpean de lleno, y después vuelven para la segunda ronda, pensé
sombríamente.
Mal sostuvo en alto uno de los mapas.
—No veo las montañas orientales, solo las occidentales.
—Es mejor ir hacia el oeste —aseguró la mujer—. ¿Quieres ir a la costa?
—Sí —mintió Mal con facilidad—, y después a Novyi Zem. Pero…
—Ju weh —dijo Tolya—. Ey ye bat e’yuan.
La mujer le respondió y se pusieron a observar juntos un mapa, conversando en
shu mientras los demás aguardábamos pacientemente.
Finalmente, Tolya le entregó un mapa diferente a Mal.
—Del este —dijo.
La mujer agitó el cencerro en dirección a Tolya y me preguntó:
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