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dormir, inquietos. No hicimos guardia. Si nos habían seguido, no tendríamos fuerzas
para enfrentarnos a nadie.
Antes de cerrar los ojos, vi a Tolya colándose a escondidas en la Garcilla, y me
obligué a levantarme otra vez. Apareció un momento después con un fardo bien
envuelto. Desvió la mirada hasta Adrik, y el estómago me dio un vuelco al darme
cuenta de lo que estaba llevando. Dejé que mis ojos agotados se cerraran. No quería
saber dónde planeaba enterrar Tolya el brazo de Adrik.
Cuando desperté, estaba atardeciendo. La mayoría de los demás seguían
durmiendo profundamente, aunque Genya estaba sujetando con alfileres la manga de
Adrik. Encontré a Mal viniendo por el camino que rodeaba el cráter, con una bolsa
llena de urogallos.
—Había pensado que podríamos quedarnos esta noche y hacer un fuego —dijo—.
Podemos ir a Dva Stolba por la mañana.
—De acuerdo —asentí, aunque estaba deseosa de ponernos en marcha.
Debió de darse cuenta, porque añadió:
—A Adrik le vendría bien el descanso. A todos nos vendría bien. Tengo miedo de
que alguno se vaya a romper si seguimos presionándolos.
Asentí con la cabeza, pues tenía razón. Todos estábamos afligidos por las
muertes, asustados y cansados.
—Voy a por leña.
Me tocó el brazo.
—Alina…
—No tardaré mucho.
Me alejé de él. No quería hablar, no quería palabras de consuelo. Quería el pájaro
de fuego. Quería convertir mi dolor en furia y liberarla frente a la puerta del Oscuro.
Me abrí camino hasta el bosque que rodeaba la mina. Tan al sur los árboles eran
diferentes, más altos y escasos, y su madera era roja y porosa. Estaba volviendo a la
mina con los brazos llenos de la leña más seca que pude encontrar cuando tuve la
espeluznante sensación de que me estaban observando. Me detuve, y se me puso la
piel de gallina en la nuca.
Observé entre los troncos iluminados por el sol, esperando. El silencio era denso,
como si todas las criaturas estuvieran conteniendo el aliento. Entonces lo oí, un
susurro suave. Levanté bruscamente la cabeza, siguiendo el sonido entre los árboles.
Mis ojos fueron hasta un movimiento vacilante, el batir silencioso de unas alas de
sombras.
Nikolai estaba posado en las ramas de un árbol, con su mirada oscura clavada en
mí.
Tenía el pecho desnudo y con líneas negras, como si la oscuridad se hubiera
quebrado bajo su piel. Había perdido las botas en algún sitio, y sus pies descalzos se
aferraban a la corteza. Sus dedos se habían convertido en garras negras.
Tenía sangre seca en las manos. Y cerca de la boca.
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