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lado opuesto del casco, aferrando las cuerdas con las manos, con los músculos tensos
por el esfuerzo mientras nos zarandeaba la nieve y el viento.
—¡Hazlo! —gritó Mal. Le sangraba el muslo por la herida de bala.
Se cambiaron. La Garcilla se inclinó, y después volvió a estabilizarse mientras
Harshaw soltaba un gruñido.
—Lo tengo —logró decir a través de los dientes apretados. No resultaba muy
reconfortante.
Tolya se agachó junto al costado de Adrik y comenzó a trabajar. Nadia estaba
sollozando, pero mantuvo firmes las corrientes.
—¿Puedes salvarle el brazo? —pregunté en voz baja.
Tolya negó una vez con la cabeza. Era un Mortificador, un guerrero, un asesino…
no un Sanador.
—No puedo sellar la piel —dijo—, o tendrá hemorragias internas. Necesito cerrar
las arterias. ¿Puedes darle calor?
Emití una luz sobre Adrik, y su temblor se calmó ligeramente.
Seguimos avanzando, con las velas tensas por la fuerza del viento Grisha. Tamar
estaba inclinada sobre el timón, con el abrigo hinchándose tras ella. Supe cuándo
dejamos atrás las montañas porque la Garcilla dejó de temblar. El aire era frío y
cortante contra mis mejillas mientras cobrábamos velocidad, pero mantuve a Adrik
envuelto en luz solar.
El tiempo parecía pasar con demasiada lentitud. Ninguna de ellas quería decirlo,
pero noté que Nadia y Zoya estaban comenzando a cansarse. A Mal y a Harshaw
tampoco debía irles demasiado bien.
—Tenemos que aterrizar —dije.
—¿Dónde estamos? —preguntó Harshaw. Su mata de pelo rojo se había aplanado
sobre su cabeza, empapada de nieve. Había pensado que era alguien impredecible,
quizás un tanto peligroso; pero ahí estaba: ensangrentado, cansado y trabajando con
las cuerdas durante horas sin quejarse.
Tamar consultó sus cartas de navegación.
—Justo al otro lado del permafrost. Si seguimos yendo hacia el sur, pronto
estaremos en zonas más pobladas.
—Podríamos tratar de encontrar un bosque para ocultarnos —jadeó Nadia.
—Estamos demasiado cerca de Chernast —replicó Mal.
Harshaw ajustó su agarre.
—¿Qué importa eso? Si volamos durante el día, nos verán.
—Podríamos subir más —sugirió Genya.
Nadia negó con la cabeza.
—Podríamos intentarlo, pero arriba hay menos aire, y utilizaríamos demasiado
poder en un movimiento vertical.
—De todos modos, ¿adonde vamos? —preguntó Zoya.
—A la mina de cobre de Murin —respondí sin pensármelo dos veces—. A por el
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