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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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cogido a mi príncipe refinado, brillante y noble y lo había convertido en un monstruo.

La muerte hubiera sido algo demasiado misericordioso.

Un sonido salió de mí, algo gutural, animal, un ruido que no reconocí. Levanté las

manos y liberé el Corte, que ardió en dos arcos furiosos. Golpearon las formas

zumbantes que rodeaban al Oscuro y vi que algunas estallaban en la nada, solo para

que otras ocuparan su lugar. No me importó. Volví a atacar, una vez tras otra. Si podía

arrancar la cima de una montaña, seguro que mi poder servía para algo en aquella

batalla.

—¡Lucha! —grité—. ¡Acabemos con esto, aquí y ahora!

—¿Que luche, Alina? No hay ninguna lucha posible. —Hizo un gesto hacia los

nichevo’ya—. Cogedlos.

Cayeron como un enjambre desde todas direcciones, una masa negra y furiosa.

Junto a mí, Mal abrió fuego. Olí la pólvora y oí el tintineo de los cartuchos vacíos

mientras las balas golpeaban el suelo. Estaba concentrando cada gota de poder que

tenía, prácticamente haciendo girar los brazos como un molinillo atravesando a cinco,

diez, quince soldados de sombras a la vez, pero no era suficiente. Había demasiados.

Entonces se detuvieron de repente. Los nichevo’ya se quedaron colgados en el

aire, con los cuerpos rígidos y las alas moviéndose a un ritmo silencioso.

—¿Has hecho tú eso? —preguntó Mal.

—No… No lo creo.

El silencio cayó sobre la terraza. Podía oír el gemido del viento, los sonidos de la

batalla que rugía tras nosotros.

—Abominación.

Nos giramos. Baghra estaba en el umbral de la puerta, con la mano sobre el

hombro de Misha. El niño estaba temblando, con los ojos tan abiertos que podía ver

más blanco que iris. Tras ellos, nuestros soldados estaban luchando no solo contra los

nichevo’ya, sino también contra los oprichniki y los propios Grisha del Oscuro, con

sus keftas azules y rojas. Había hecho que sus criaturas los llevaran hasta la cima de

la montaña.

—Guíame —le pidió la anciana a Misha. Este debía de haber tenido mucho coraje

para conducirla hasta la terraza, más allá de los nichevo’ya, que cambiaban de forma

y se chocaban los unos contra los otros, siguiendo a Baghra como un campo de

relucientes juncos negros. Solo aquellos más cercanos del Oscuro siguieron

moviéndose, manteniéndose cerca de su amo, con las alas batiendo al unísono.

El rostro del Oscuro estaba lívido.

—Debía haber imaginado que te encontraría recluida con el enemigo. Vuelve

dentro —ordenó—. Mis soldados no te harán daño.

Ella lo ignoró. Cuando llegaron hasta el final de la terraza, el niño puso la mano

en el borde de la pared restante. La mujer se reclinó contra ella, soltó un suspiro casi

de satisfacción, y le dio un golpecito a Misha con el bastón—. Vamos, niño, corre con

la pequeña Santa flacucha. —Él dudó, y Baghra tanteó con la mano, encontró su

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