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Noté arcadas, pero tuve que tragarme mi terror. Mal y yo giramos en un círculo
lento, espalda con espalda. Estábamos rodeados por los nichevo’ya. Detrás de mí oía
el sonido de los gritos y el cristal rompiéndose en la Rueca.
—Aquí estamos otra vez, Alina. Tu ejército contra el mío. ¿Crees que a tus
soldados les irá mejor esta vez?
Lo ignoré y grité hacia la oscuridad neblinosa.
—¡Nikolai!
—Ah, el príncipe pirata. Me he arrepentido de muchas de las cosas que he tenido
que hacer en esta guerra —dijo el Oscuro—. Pero esta no es una de ellas.
Un soldado de sombras descendió en picado. Aterrorizada, vi que Nikolai estaba
forcejeando entre sus brazos. El poco coraje que me quedaba se evaporó. No podía
ver cómo desmembraban a Nikolai.
—¡Por favor! —Las palabras salieron de mí desgarrándome, sin dignidad ni
restricción—. ¡Por favor, no lo hagas!
El Oscuro alzo la mano.
Me cubrí la boca con la mano, notando cómo me cedían las piernas. Sin embargo,
el nichevo’ya no atacó a Nikolai. Lo lanzó a la terraza. Su cuerpo golpeó la piedra
con un golpe sordo enfermizo y rodó hasta detenerse.
—¡Alina, no!
Mal trató de sujetarme, pero me libré de él, corrí hacia donde yacía Nikolai y me
arrodillé junto a él. Gimió. Tenía el abrigo desgarrado en el lugar donde la criatura
había clavado las garras. Trató de incorporarse sobre los codos, y le salió un hilillo de
sangre de la boca.
—Esto ha sido inesperado —dijo débilmente.
—Estás bien —aseguré—. Todo va bien.
—Aprecio tu optimismo.
Capté un movimiento por el rabillo del ojo y vi que dos manchas de sombra salían
disparadas desde las mano del Oscuro. Se deslizaron sobre el borde del balcón,
ondulando como serpientes, dirigiéndose directamente hacia nosotros. Levanté las
manos, utilicé el Corte y destruí un lado de la terraza, pero fui demasiado lenta. Las
sombras se deslizaron a la velocidad del rayo por encima de la piedra y se
introdujeron en la boca de Nikolai.
Este abrió mucho los ojos. Tomó aire a causa de la sorpresa, absorbiendo lo que
quiera que hubiera lanzado el Oscuro hasta sus pulmones. Nos miramos fijamente el
uno al otro, aturdidos.
—¿Qué…? ¿Qué ha sido eso? —preguntó con voz estrangulada.
—No…
Entonces tosió y se estremeció. Llevó los dedos hasta su pecho, y desgarró lo que
quedaba de su camisa. Los dos bajamos la mirada, y vi una sombra que se extendía
bajo su piel en frágiles líneas negras, partiéndose como vetas en el mármol.
—No —gruñí—. No. No.
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