Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

lisseth021116
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última pizca de su poder para resucitarla… Débil, jadeante y con cicatrices, peroviva.Había leído incontables versiones del martirio de Sankt Ilya. Los detalles de lahistoria se habían distorsionado con el tiempo: había sanado a su hija, no a la de unextraño. Era una niña, no un niño. Pero sospechaba que algo que no había cambiadoera el final, y me estremecí al pensar en lo que iba a continuación.—Fue demasiado —dijo la anciana—. Los aldeanos sabían el aspecto que tenía lamuerte; aquella niña debería haber muerto. Y a lo mejor también estaban resentidos.¿Cuántos seres queridos habían perdido por heridas o enfermedades desde queMorozova había llegado a la aldea? ¿Cuántos podría haber salvado? A lo mejor noera solo el terror o la justicia lo que los impulsaba, sino también la furia. Loencadenaron, y también a mi hermana, una niña que debería haber tenido el buenjuicio de permanecer muerta. No había nadie que defendiera a mi padre, nadie quehablara a favor de mi hermana. Habíamos vivido alejados de todos ellos, y nohabíamos hecho ningún amigo. Lo condujeron hasta el río. A mi hermana tuvieronque llevarla; acababa de aprender a caminar, y no podía hacerlo con las cadenas.Cerré los puños sobre mi regazo. No quería oír el resto.—Mientras mi madre gemía y suplicaba, y yo lloraba y luchaba por librarme delos brazos de algún vecino que apenas conocía, ellos tiraron a Morozova y a su hijamás joven del puente, y los observamos desaparecer bajo el agua, arrastrados por elpeso de las cadenas de hierro. —Baghra vació su vaso y lo hizo girar sobre la mesa—. Nunca volví a ver a mi padre o a mi hermana.Nos quedamos en silencio mientras trataba de comprender las implicaciones de loque había dicho. No vi lágrimas en sus mejillas. Su dolor es antiguo, me recordé. Yaun así, no creía que un dolor como ese llegara jamás a desvanecerse por completo.El dolor tenía su propia vida, tomaba su propio sustento.—Baghra —dije, presionándola, implacable a mi propia manera—, si Morozovamurió…—Yo nunca he dicho que muriera. Esa fue la última vez que lo vi, pero era unGrisha de inmenso poder. Bien podría haber sobrevivido a la caída.—¿Encadenado?—Era el mayor Hacedor que ha vivido jamás. Haría falta algo más que hierrootkazat’sya para contenerlo.—¿Y crees que llegó a crear el tercer amplificador?—Su trabajo era su vida —dijo, y la amargura de esa hija abandonada teñía suspalabras—. Mientras tuviera aliento en el cuerpo, jamás habría dejado de buscar alpájaro de fuego. ¿Tú lo harías?—No —admití. El pájaro de fuego se había convertido en mi propia obsesión, unhilo de necesidad que me ataba a Morozova a través de los siglos. ¿Podía habersobrevivido? Baghra parecía muy segura de que sí. Y, ¿qué habría sido de suhermana? Si Morozova había logrado salvarse, ¿podía haber rescatado a su hija delwww.lectulandia.com - Página 138

río y utilizar su poder para volver a revivirla? La idea me aturdía. Quería aferrarlacon fuerza, darle vueltas entre mis manos, pero había más cosas que necesitaba saber—. ¿Qué te hicieron a ti los aldeanos?Su risa ronca atravesó la habitación como una serpiente, erizándome el vello delos brazos.—Si hubieran sido listos, también me habrían lanzado al río. En lugar de eso, nosecharon a mi madre y a mí de la aldea y nos dejaron a merced del bosque. Mi madreera inútil. Se tiró del pelo y lloró hasta vomitar. Finalmente se quedó tirada en elsuelo sin levantarse, por mucho que yo llorara y la llamara. Me quedé con ella tantotiempo como pude. Traté de encender un fuego para darle calor, pero no sabía cómo.—Se encogió de hombros—. Tenía mucha hambre. Finalmente la abandoné y memarché, delirante y sucia, hasta que llegué a una granja. Me acogieron y organizaronuna partida de búsqueda, pero no logré encontrar el camino hasta mi madre. Por loque sé, se murió de hambre en el suelo del bosque.Me quedé en silencio, esperando. El kvas comenzaba a tener muy buen aspecto.—Ravka era muy diferente entonces. Los Grisha no tenían ningún santuario.Poderes como los nuestros conducían a destinos como el de mi padre. Yo mantuve elmío oculto. Seguí los cuentos de brujas y Santos y encontré los enclaves secretosdonde los Grisha estudiaban su ciencia. Aprendí todo lo que pude, y cuando llegó elmomento, enseñé a mi hijo.—Pero ¿qué hay de su padre?Ella soltó otra risotada áspera.—¿También quieres una historia de amor? No hay ninguna. Deseaba un hijo, asíque busqué al Grisha más poderoso que pude encontrar. Era un Mortificador; nisiquiera recuerdo su nombre.Durante un breve instante vislumbré a la chica feroz que había sido, impávida ysalvaje, una Grisha de extraordinarias habilidades. Entonces suspiró y se movió en susilla, y la ilusión desapareció, reemplazada por una mujer cansada que se aovillabajunto al fuego.—Mi hijo no era… Comenzó muy bien. Viajamos de un sitio a otro, vimos cómovivía nuestra gente, cómo desconfiaban de nosotros, las vidas que tenían que ganarsea duras penas, en secreto y con miedo. Juró que algún día tendríamos un lugar seguro,que el poder Grisha sería algo que se valorara y se deseara, algo que nuestro paísguardara como un tesoro. Seríamos ravkanos, además de Grisha. Ese sueño fue lasemilla del Segundo Ejército. Un buen sueño. Si lo hubiera sabido…Sacudió la cabeza.—Le di su orgullo. Le di la carga de la ambición, pero lo peor que hice fue tratarde protegerlo. Debes comprender que incluso nuestra propia clase nos evitaba, temíanla extrañeza de nuestro poder. —No hay más como nosotros—. Nunca quise que sesintiera como me había sentido yo de niña, así que le enseñé que no tenía igual, queestaba destinado a no inclinarse ante ningún hombre. Quería que fuera duro, quewww.lectulandia.com - Página 139

río y utilizar su poder para volver a revivirla? La idea me aturdía. Quería aferrarla

con fuerza, darle vueltas entre mis manos, pero había más cosas que necesitaba saber

—. ¿Qué te hicieron a ti los aldeanos?

Su risa ronca atravesó la habitación como una serpiente, erizándome el vello de

los brazos.

—Si hubieran sido listos, también me habrían lanzado al río. En lugar de eso, nos

echaron a mi madre y a mí de la aldea y nos dejaron a merced del bosque. Mi madre

era inútil. Se tiró del pelo y lloró hasta vomitar. Finalmente se quedó tirada en el

suelo sin levantarse, por mucho que yo llorara y la llamara. Me quedé con ella tanto

tiempo como pude. Traté de encender un fuego para darle calor, pero no sabía cómo.

—Se encogió de hombros—. Tenía mucha hambre. Finalmente la abandoné y me

marché, delirante y sucia, hasta que llegué a una granja. Me acogieron y organizaron

una partida de búsqueda, pero no logré encontrar el camino hasta mi madre. Por lo

que sé, se murió de hambre en el suelo del bosque.

Me quedé en silencio, esperando. El kvas comenzaba a tener muy buen aspecto.

—Ravka era muy diferente entonces. Los Grisha no tenían ningún santuario.

Poderes como los nuestros conducían a destinos como el de mi padre. Yo mantuve el

mío oculto. Seguí los cuentos de brujas y Santos y encontré los enclaves secretos

donde los Grisha estudiaban su ciencia. Aprendí todo lo que pude, y cuando llegó el

momento, enseñé a mi hijo.

—Pero ¿qué hay de su padre?

Ella soltó otra risotada áspera.

—¿También quieres una historia de amor? No hay ninguna. Deseaba un hijo, así

que busqué al Grisha más poderoso que pude encontrar. Era un Mortificador; ni

siquiera recuerdo su nombre.

Durante un breve instante vislumbré a la chica feroz que había sido, impávida y

salvaje, una Grisha de extraordinarias habilidades. Entonces suspiró y se movió en su

silla, y la ilusión desapareció, reemplazada por una mujer cansada que se aovillaba

junto al fuego.

—Mi hijo no era… Comenzó muy bien. Viajamos de un sitio a otro, vimos cómo

vivía nuestra gente, cómo desconfiaban de nosotros, las vidas que tenían que ganarse

a duras penas, en secreto y con miedo. Juró que algún día tendríamos un lugar seguro,

que el poder Grisha sería algo que se valorara y se deseara, algo que nuestro país

guardara como un tesoro. Seríamos ravkanos, además de Grisha. Ese sueño fue la

semilla del Segundo Ejército. Un buen sueño. Si lo hubiera sabido…

Sacudió la cabeza.

—Le di su orgullo. Le di la carga de la ambición, pero lo peor que hice fue tratar

de protegerlo. Debes comprender que incluso nuestra propia clase nos evitaba, temían

la extrañeza de nuestro poder. —No hay más como nosotros—. Nunca quise que se

sintiera como me había sentido yo de niña, así que le enseñé que no tenía igual, que

estaba destinado a no inclinarse ante ningún hombre. Quería que fuera duro, que

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