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última pizca de su poder para resucitarla… Débil, jadeante y con cicatrices, pero
viva.
Había leído incontables versiones del martirio de Sankt Ilya. Los detalles de la
historia se habían distorsionado con el tiempo: había sanado a su hija, no a la de un
extraño. Era una niña, no un niño. Pero sospechaba que algo que no había cambiado
era el final, y me estremecí al pensar en lo que iba a continuación.
—Fue demasiado —dijo la anciana—. Los aldeanos sabían el aspecto que tenía la
muerte; aquella niña debería haber muerto. Y a lo mejor también estaban resentidos.
¿Cuántos seres queridos habían perdido por heridas o enfermedades desde que
Morozova había llegado a la aldea? ¿Cuántos podría haber salvado? A lo mejor no
era solo el terror o la justicia lo que los impulsaba, sino también la furia. Lo
encadenaron, y también a mi hermana, una niña que debería haber tenido el buen
juicio de permanecer muerta. No había nadie que defendiera a mi padre, nadie que
hablara a favor de mi hermana. Habíamos vivido alejados de todos ellos, y no
habíamos hecho ningún amigo. Lo condujeron hasta el río. A mi hermana tuvieron
que llevarla; acababa de aprender a caminar, y no podía hacerlo con las cadenas.
Cerré los puños sobre mi regazo. No quería oír el resto.
—Mientras mi madre gemía y suplicaba, y yo lloraba y luchaba por librarme de
los brazos de algún vecino que apenas conocía, ellos tiraron a Morozova y a su hija
más joven del puente, y los observamos desaparecer bajo el agua, arrastrados por el
peso de las cadenas de hierro. —Baghra vació su vaso y lo hizo girar sobre la mesa
—. Nunca volví a ver a mi padre o a mi hermana.
Nos quedamos en silencio mientras trataba de comprender las implicaciones de lo
que había dicho. No vi lágrimas en sus mejillas. Su dolor es antiguo, me recordé. Y
aun así, no creía que un dolor como ese llegara jamás a desvanecerse por completo.
El dolor tenía su propia vida, tomaba su propio sustento.
—Baghra —dije, presionándola, implacable a mi propia manera—, si Morozova
murió…
—Yo nunca he dicho que muriera. Esa fue la última vez que lo vi, pero era un
Grisha de inmenso poder. Bien podría haber sobrevivido a la caída.
—¿Encadenado?
—Era el mayor Hacedor que ha vivido jamás. Haría falta algo más que hierro
otkazat’sya para contenerlo.
—¿Y crees que llegó a crear el tercer amplificador?
—Su trabajo era su vida —dijo, y la amargura de esa hija abandonada teñía sus
palabras—. Mientras tuviera aliento en el cuerpo, jamás habría dejado de buscar al
pájaro de fuego. ¿Tú lo harías?
—No —admití. El pájaro de fuego se había convertido en mi propia obsesión, un
hilo de necesidad que me ataba a Morozova a través de los siglos. ¿Podía haber
sobrevivido? Baghra parecía muy segura de que sí. Y, ¿qué habría sido de su
hermana? Si Morozova había logrado salvarse, ¿podía haber rescatado a su hija del
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