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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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Las palabras flotaron en el aire caliente, y entonces comprendí su significado.

—¿Tú? —jadeé—. Entonces, el Oscuro…

—Yo soy la hija de Morozova, y el Oscuro es el último de su linaje. —Vació el

vaso—. Mi madre se sentía aterrorizada de mí. Estaba segura de que mi poder era

alguna clase de abominación; el resultado de los experimentos de mi padre. Y bien

podría tener razón. Al aventurarse en el merzost, bueno… Los resultados nunca son

lo que uno cabría esperar. Odiaba cogerme, apenas podía soportar estar en la misma

habitación que yo. Tan solo cuando nació su segunda hija volvió a ser como antes.

Era otra niña, en esa ocasión normal, como ella, guapa y sin poderes. ¡Cuánto la

mimaba mi madre!

Habían pasado cientos de años, tal vez mil. Pero reconocí el dolor en su voz, la

quemazón de sentirse siempre inferior e indeseada.

—Mi padre se estaba preparando para partir a cazar al pájaro de fuego. Yo era

solo una niña pequeña, pero le rogué que me llevara con él. Trataba de resultarle útil,

pero lo único que hice fue enfadarlo, y al final me acabó prohibiendo la entrada a su

taller.

Dio un golpe en la mesa, y volví a llenarle el vaso.

—Y entonces, un día, Morozova tuvo que abandonar su mesa de trabajo y fue

hacia el pastizal detrás de su casa, atraído por el sonido de los gritos de mi madre. Yo

había estado jugando con mis juguetes, y mi hermana había llorado y aullado y

pataleado hasta que mi madre insistió en que le diera mi juguete favorito, un cisne de

madera que había tallado nuestro padre en uno de esos escasos momentos en los que

me había prestado algo de atención. Tenía unas alas tan detalladas que casi parecían

mullidas, y unas patas perfectamente palmeadas que podían mantenerse en equilibrio

sobre el agua. Mi hermana lo tuvo en la mano menos de un minuto antes de romperle

su cuello esbelto. Recuerda si puedes que yo no era más que una niña, una niña

solitaria, con muy pocos tesoros para mí. —Alzó el vaso, pero no bebió—. Ataqué a

mi hermana. Con el Corte. La partí en dos.

Traté de no imaginarlo, pero la escena apareció en mi mente con claridad; un

campo embarrado, una niña de pelo oscuro, con su juguete favorito hecho pedazos.

Le había dado una pataleta, como suele pasar con los niños. Pero ella no era una niña

corriente.

—¿Qué pasó? —susurré finalmente.

—Los aldeanos acudieron corriendo, y sujetaron a mi madre para que no pudiera

alcanzarme. No lograban comprender lo que estaba diciendo. ¿Cómo podía haber

hecho algo así una niña pequeña? El sacerdote ya estaba rezando sobre el cuerpo de

mi hermana cuando llegó mi padre. Sin decir palabra, Morozova se arrodilló junto a

ella y comenzó a trabajar. La gente de la aldea no comprendía lo que estaba

sucediendo, pero sintieron el poder que crecía.

—¿La salvó?

—Sí —respondió simplemente Baghra—. Era un gran Sanador, y utilizó hasta la

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