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—Estabas destinada a equilibrarme, Alina. Eres la única persona en todo el
mundo que podría gobernar conmigo, que podría mantener a raya mi poder.
—¿Y quién me equilibrará a mí? —Las palabras salieron antes de poder pensarlas
mejor, dando una voz cruda a una idea que me había atormentado aún más que la
posibilidad de que el pájaro de fuego no existiera—. ¿Qué pasa si no soy mejor que
tú? ¿Qué pasa si en lugar de detenerte no soy más que otra avalancha?
Me examinó durante un largo momento. Siempre me había observado de ese
modo, como si fuera una ecuación que no lograra calcular del todo.
—Quiero que sepas mi nombre —dijo—. El nombre que me pusieron, no el título
que adopté por voluntad propia. ¿Quieres saberlo, Alina?
Notaba el peso del anillo de Nikolai en mi palma, en la Rueca. No tenía que estar
allí, en los brazos del Oscuro. Podía desvanecerme lejos de su alcance, volver a la
conciencia y a la seguridad de la habitación de roca oculta en la cima de una
montaña. Pero no quería marcharme. A pesar de todo, quería aquella confidencia.
—Sí —susurré.
Tras un largo momento, dijo:
—Aleksander. —Se me escapó una risita. Él arqueó una ceja, y sus labios se
curvaron en una ligera sonrisa—. ¿Qué?
—Es tan… común.
Era un nombre muy ordinario, que llevaban reyes y campesinos por igual. Había
conocido a dos Aleksander solo en Keramzin, y a tres en el Primer Ejército. Uno de
ellos había muerto en la Sombra.
Su sonrisa se ensanchó e inclinó la cabeza hacia un lado. Casi dolía verlo de ese
modo.
—¿Podrías pronunciarlo? —me pidió.
Dudé, notando el peligro que se agolpaba sobre mí.
—Aleksander —susurré.
Su sonrisa se desvaneció, y sus ojos grises parecieron centellear.
—Otra vez —dijo.
—Aleksander.
Se inclinó hacia mí. Noté su aliento contra mi cuello, y después la presión de su
boca contra mi piel, casi un suspiro.
—No lo hagas —le pedí. Me aparté, pero él me abrazó con más fuerza. Su mano
avanzó hasta mi nuca, y sus largos dedos se enredaron en mi pelo, inclinando mi
cabeza hacia atrás. Cerré los ojos.
—Déjame hacerlo —murmuró contra mi garganta. Su pie se enganchó alrededor
de mi pierna, acercándome aún más. Noté el calor de su lengua, la flexión de los
duros músculos bajo la piel desnuda mientras guiaba mis manos hasta su cintura—.
Esto no es real —dijo—. Déjame hacerlo.
Noté esa ráfaga de sed, el latido firme y anhelante de un deseo que ninguno de los
dos quería, pero nos aferraba de todos modos. Estábamos solos en el mundo, éramos
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