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—Bueno, pues Alina no puede llevarlo —señaló Zoya—. Incluso ella se caería de
él al plato del postre.
—¡Diplomacia! —gritó Tamar.
Nadia rompió a reír.
—¡Ravka Occidental declara su lealtad a los pechos de la Invocadora del Sol!
Traté de fruncir el ceño, pero me estaba riendo demasiado.
—Espero que os estéis divirtiendo.
Tamar envolvió el cuello de Nadia con una bufanda y la acercó a ella para
besarla.
—Oh, por todos los Santos —se quejó Zoya—. ¿Es que todo el mundo tiene
pareja ahora?
Genya soltó una risita.
—Alégrate. He visto a Stigg lanzándote miradas tristes.
—Es fjerdano —señaló Zoya—. Es la única clase de mirada que tiene. Y puedo
ocuparme de mis propios asuntos, muchas gracias.
Examinamos los baúles de ropa y escogimos los trajes, abrigos y joyas más
adecuados para el viaje. Como siempre, Nikolai había sido estratégico. Cada prenda
estaba bordada con tonos de azul y oro. No me hubiera importado tener un poco de
variedad, pero aquel viaje era para actuar, no de placer.
Las chicas se quedaron hasta que se gastó el aceite de las lámparas, y me sentí
agradecida por su compañía. Pero, cuando eligieron los vestidos que les gustaban y el
resto de la ropa quedó envuelta y volvió a los baúles, se despidieron.
Cogí el anillo de la mesa, y sentí su peso absurdo sobre mi mano.
Pronto regresaría el Reyezuelo, y Nikolai y yo nos marcharíamos a Ravka
Occidental. Para entonces, Mal y su equipo estarían de camino hacia las Sikurzoi. Así
era como debía ser. Yo odiaba la vida en la corte, pero Mal la despreciaba. Se había
sentido tan miserable como yo haciendo de guardia en los banquetes de Os Kervo.
Si era sincera conmigo misma, podía darme cuenta de que había florecido desde
que nos marchamos del Pequeño Palacio, incluso bajo tierra. Se había convertido en
un líder por derecho propio; había encontrado un nuevo propósito. No podía decir
que pareciera feliz, pero a lo mejor eso llegaría con el tiempo, con la paz, con la
oportunidad de tener un futuro.
Encontraríamos al pájaro de fuego. Nos enfrentaríamos al Oscuro. Tal vez incluso
ganáramos. Me pondría el anillo de Nikolai, y reasignaríamos a Mal a un nuevo
puesto. Tendría la vida que debería haber tenido; la que podría haber tenido sin mí.
Entonces, ¿por qué el cuchillo que notaba entre las costilla no dejaba de retorcerse?
Me tumbé sobre la cama, con la luz de las estrellas derramándose por la ventana y
la esmeralda aferrada en mi mano.
Más tarde no supe realmente si lo había hecho de forma deliberada o si había sido
un accidente, al tirar mi corazón amoratado de ese hilo invisible. Tal vez era
simplemente que estaba demasiado cansada como para resistir su atracción. Me
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