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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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Resultó que teníamos más de unas pocas cosas que resolver antes de que Nikolai

pudiera envolverme en sedas. Había aceptado enviar el Pelícano a Keramzin cuando

regresara, pero esa era solo la primera cosa de la lista. Para cuando terminamos de

hablar sobre munición, patrones de tormenta y ropa para tiempo húmedo, ya era bien

pasado el mediodía, y todos estábamos listos para tomarnos un descanso.

La mayor parte de las tropas comieron juntas en un comedor improvisado que

habían montado en el lado oeste de la Rueca, bajo la mirada amenazante de los Tres

Hijos Insensatos y el Oso. No me apetecía tener compañía, así que cogí un rollito

cubierto de semillas de comino y un poco de té caliente repleto de azúcar y salí a la

terraza del sur.

Hacía un frío helador. El cielo era de un azul brillante, y el sol de la tarde

proyectaba unas sombras profundas sobre el banco de nubes. Di unos sorbos al té,

escuchando el sonido del viento que rugía en mis oídos mientras sacudía la piel de mi

abrigo alrededor de mi cara. A ambos lados podía ver las puntas de las terrazas del

este y el oeste. En la distancia, el muñón de la montaña que había cortado ya estaba

cubierto de nieve.

Estaba segura de que con el tiempo Baghra me enseñaría a que mi poder creciera,

pero jamás me ayudaría a dominar el merzost, y por mi cuenta no tenía ni idea de

dónde empezar. Recordé lo que había sentido en la capilla, la sensación de conexión

y desintegración, el terror de sentir cómo me arrancaban la vida, la emoción de ver a

mis criaturas cobrar vida. Pero sin el Oscuro, no lograba encontrar la forma de

acceder a ese poder, y no podía saber si el pájaro de fuego cambiaría eso. Tal vez

simplemente era más fácil para él. Una vez me dijo que tenía mucha más práctica con

la eternidad. ¿Cuántas vidas habría arrebatado? ¿Cuántas vidas habría vivido? A lo

mejor después de todo este tiempo, la vida y la muerte le parecían diferentes,

pequeñas y sin misterio, algo que utilizar.

Invoqué la luz con una mano, y dejé que se deslizara sobre mis dedos en unos

rayos perezosos. Ardió a través de las nubes, mostrando más de los acantilados

escarpados y despiadados que había en la cordillera montañosa de debajo. Bajé la

taza y me recliné contra la pared para mirar los escalones de piedra tallados en la

ladera de la montaña bajo nosotros. Tamar aseguraba que, en tiempos antiguos, los

peregrinos habían subido por ahí de rodillas.

—Si vas a saltar, al menos dame tiempo para componer una balada en tu honor —

dijo Nikolai. Me giré y lo vi saliendo a zancadas a la terraza, con el pelo rubio

reluciendo. Se había puesto un elegante abrigo de color verde militar, marcado con el

águila dorada doble—. Algo con muchos violines tristes y un verso dedicado a tu

amor por los arenques.

—Si espero, quizás tenga que oírte cantándola.

—Resulta que tengo una voz de barítono más que aceptable. Y ¿qué prisa tienes?

¿Es por mi colonia?

—Tú no llevas colonia.

www.lectulandia.com - Página 116

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