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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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—Pues claro —soltó—. ¿Acaso debería arrastrarme por todas esas escaleras?

Eché un vistazo a Misha, que me devolvió la mirada plácidamente, con la mano

descansando sobre la espada de madera de entrenamiento que llevaba a la cadera. Me

metí lentamente en el terrible artilugio.

Misha cerró la rejilla y tiró de la palanca. Cerré los ojos mientras ascendíamos a

toda velocidad y después nos deteníamos con una sacudida.

—¿Qué dijo Nikolai? —pregunté con voz temblorosa mientras salíamos a la

Rueca.

Baghra sacudió la mano.

—Le advertí de que cuando tuvieras el poder de los amplificadores podrías ser tan

peligrosa como mi hijo.

—Gracias —dije con voz seca. Tenía razón, y yo era consciente de ello, pero eso

no significaba que quisiera que Nikolai se preocupara al respecto.

—Le hice jurar que te pegaría un tiro si eso sucedía.

—¿Y? —pregunté, aunque odiaba la idea de tener que oírlo.

—Me dio su palabra, valga eso lo que valga.

Sabía que Nikolai cumpliría su palabra. Tal vez llorara mi muerte. Tal vez no se

perdonara jamás. Pero su primer amor era Ravka, y jamás toleraría una amenaza a su

país.

—¿Por qué no me matas tú ahora y le evitas el problema? —balbuceé.

—Pienso en ello todos los días —replicó bruscamente—. Sobre todo cuando no

cierras la boca.

Le murmuró unas instrucciones a Misha, y él nos condujo hasta la terraza del sur.

La puerta estaba oculta en el dobladillo de las faldas de latón de la Doncella

Esquilada, y había abrigos y gorros colgados de unos ganchos junto a su bota. Baghra

ya estaba tan abrigada que apenas podía verle la cara, pero cogí un gorro de piel para

mí y le puse a Misha un grueso abrigo de lana antes de salir al frío helador.

El extremo de la larga terraza acababa en punta, casi como la proa de un barco, y

el banco de nubes parecía un mar congelado ante nosotros. De vez en cuando se abría

un hueco entre la niebla, ofreciéndonos un vistazo de las cimas cubiertas de nieve y

las rocas grises que había mucho más abajo. Me estremecí. Demasiado grande.

Demasiado alto. Sergei no se equivocaba. Tan solo las cimas más altas de las Elbjen

resultaban visibles por encima de las nubes, y una vez más me recordó a un

archipiélago que se extendiera hacia el sur.

—Dime lo que ves —dijo Baghra.

—Principalmente nubes —respondí—, cielo, y algunas cimas de montañas.

—¿A qué distancia está la más cercana?

Traté de calibrar la distancia.

—Creo que unos dos kilómetros, ¿quizás tres?

—Bien —replicó—. Arráncale la cima.

—¿Qué?

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