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con el borde de una taza azul rota, un recordatorio del momento en que todo mi
mundo había cambiado, cuando había renunciado a una parte de mi corazón que
jamás regresaría.
Habíamos tomado la decisión más inteligente; habíamos hecho lo correcto. Tenía
que creer que la lógica me reconfortaría con el tiempo. Esa noche, tan solo tenía una
habitación demasiado silenciosa, el dolor de la pérdida, un conocimiento profundo y
terminal como el tañido de una campana: Algo bueno se ha ido.
A la mañana siguiente, me encontré a Tolya junto a mi cama al despertar.
—He encontrado a Sergei —dijo.
—¿Estaba desaparecido?
—Lo ha estado toda la noche.
Me vestí con la ropa limpia que habían dejado para mí: túnica, pantalones, botas
nuevas y una gruesa kefta de lana del azul de los Invocadores, con un forro rojizo de
zorro y los puños con bordados dorados. Nikolai siempre estaba preparado.
Dejé que Tolya me condujera bajando las escaleras hasta la planta de la caldera, y
a una de las salas del agua. Me arrepentí de inmediato de la ropa que había escogido;
hacía un calor insoportable. Emití un resplandor para iluminar al interior y vi que
Sergei estaba sentado contra la pared, cerca de uno de los grandes tanques de metal,
con las rodillas pegadas al pecho.
—¿Sergei?
El entornó los ojos y apartó la cabeza. Tolya y yo intercambiamos una mirada. Le
di unos golpecitos en el enorme brazo.
—Ve a tomar el desayuno —le dije, notando cómo gruñía mi propio estómago.
Cuando se marchó, disminuí la intensidad de la luz y fui a sentarme junto a Sergei—.
¿Qué estás haciendo aquí abajo?
—Arriba es demasiado grande —murmuró—. Demasiado alto.
Había más de lo que estaba contando, más en el hecho de que revelara el nombre
de Genya, y no podía seguir ignorándolo. Nunca habíamos tenido ocasión de hablar
sobre el desastre en el Pequeño Palacio. O a lo mejor sí que había habido
oportunidades, pero yo las había evitado. Quería disculparme por la muerte de Marie,
por haberla puesto en peligro, por no haber estado ahí para salvarla. Pero ¿qué
palabras había para esa clase de fracaso? ¿Qué palabras podrían llenar el agujero
donde había estado una chica viva, de rizos castaños y risa cantarina?
—Yo también echo de menos a Marie —dije finalmente—. Y a los demás.
Enterró la cabeza en los brazos.
—Antes nunca tenía miedo, no de verdad. Ahora estoy asustado todo el tiempo.
No puedo lograr que pare.
Lo rodeé con el brazo.
—Todos tenemos miedo. No es nada de lo que avergonzarse.
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