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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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—Pero ¿por qué te has hecho esa marca?

En esa ocasión no se ruborizó ni apartó la mirada.

—Es una promesa de ser mejor de lo que era —explicó—. Es un juramento de

que, si no puedo ser nada más para ti, al menos puedo ser un arma en tu mano. —Se

encogió de hombros—. Y supongo que es un recordatorio de que querer algo y

merecerlo no son lo mismo.

—¿Qué es lo que quieres, Mal?

La habitación parecía muy silenciosa.

—No me preguntes eso.

—¿Por qué no?

—Porque no puede ser.

—Quiero oírlo de todos modos.

Soltó aire de forma prolongada.

—Dime adiós. Dime que me marche, Alina.

—No.

—Necesitas un ejército. Necesitas una corona.

—Así es.

Se rio.

—Sé que debería de decir algo doble… Que quiero una Ravka unida, libre de la

Sombra. Que quiero al Oscuro bajo tierra, donde jamás pueda volver a hacerte daño,

ni tampoco a nadie más. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Pero supongo que sigo

siendo el mismo egoísta que he sido siempre. Por mucho que hable de juramentos y

de honor, lo que realmente quiero hacer es ponerte contra esa pared y besarte hasta

que te olvides de que has conocido siquiera el nombre de otro. Así que dime que me

vaya, Alina. Porque no puedo darte un título, ni un ejército, ni ninguna de las cosas

que necesitas.

Tenía razón, y yo lo sabía. Fuera lo que fuera aquella cosa frágil y bonita que

había existido entre nosotros, pertenecía a otras dos personas; unas personas que no

estaban atadas por el deber y la responsabilidad… Y tampoco estaba muy segura de

qué era lo que quedaba de ello. Pero aun así, todavía quería que me rodeara con los

brazos, quería oírlo susurrar mi nombre en la oscuridad, quería pedirle que se

quedara.

—Buenas noches, Mal.

Se tocó el espacio sobre el corazón donde llevaba el sol dorado que le había dado

hacía tiempo, en un jardín a oscuras.

—Moi soverenyi —dijo con suavidad. Hizo una reverencia, y después se marchó,

cerrando la puerta tras él.

Apagué las lámparas, me tumbé en la cama y me envolví con las mantas. La

ventana de la pared era como un enorme ojo redondo, y ahora que la habitación

estaba a oscuras podía ver las estrellas.

Me recorrí con el pulgar la cicatriz de la palma que me había hecho años antes

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