Ruina y ascenso - Leigh Bardugo
—No —gruñó, limpiándose las lágrimas que se acumulaban en sus ojos.Tamar comenzó a caminar hacia ella en el mismo momento en que yo decía:—Genya…Levantó las manos para mantenernos alejados.—No quiero vuestra lástima —dijo con fiereza. Su voz estaba herida, salvaje. Nosquedamos inmóviles e impotentes—. No lo entendéis. —Se cubrió la cara con lasmanos—. Ninguno de vosotros.—Genya… —probó David.—No te atrevas a decir nada —lo atajó ella bruscamente, y las lágrimas volvierona acumularse en sus ojos—. No me miraste dos veces antes de que estuviera así, antesde que estuviera rota. Ahora solo soy algo que quieres arreglar.Me sentía desesperada, buscando palabras que pudieran consolarla, pero antes deque pudiera encontrar ninguna David cuadró los hombros y dijo:—Se me da bien el metal.—¿Y qué tiene que ver eso con nada? —gritó Genya.David frunció el ceño.—Yo… yo no entiendo la mitad de lo que pasa a mi alrededor. No entiendo lasbromas, ni las puestas de sol, ni la poesía, pero se me da bien el metal. —Flexionó losdedos inconscientemente, como si estuviera tratando de aferrarse físicamente a laspalabras—. La belleza era tu armadura. Era algo frágil, todo espectáculo. Pero, lo quehay dentro de ti… es acero. Es valiente e inquebrantable. Y no necesita ningúnarreglo.Respiró hondo y después dio un paso hacia delante, con torpeza. Tomó la cara dela chica y la besó. Genya se puso rígida y pensé que iba a apartarlo, pero entonces lorodeó con los brazos y le devolvió el beso. Con ganas.Mal se aclaró la garganta, y Tamar soltó un silbido bajo. Tuve que morderme ellabio para reprimir una risita nerviosa.Se separaron. David se había puesto de un rojo intenso, pero la sonrisa de Genyaresultaba tan deslumbrante que el corazón me dio un vuelco en el pecho.—Deberíamos sacarte del taller más a menudo —dijo.Esa vez sí que me reí, pero me detuve bruscamente cuando Nikolai habló:—No pienses que puedes quedarte tan tranquila, Genya Safin. —Su voz sonabafría y profundamente agotada—. Cuando esta guerra termine, tendrás que afrontar loscargos en tu contra, y yo decidiré si se te perdona o no.Ella hizo una grácil reverencia.—No temo vuestra justicia, moi tsar.—Todavía no soy el Rey.—Moi tsarevich —se corrigió Genya.—Marchaos —dijo, haciendo un gesto para que nos fuéramos. Al verme dudar,simplemente añadió—: Todos vosotros.Mientras las puertas se cerraban, lo vi desplomarse sobre su escritorio, con lawww.lectulandia.com - Página 102
cabeza en las manos.Seguí a los demás por el pasillo. David le estaba murmurando algo a Genya sobrelas propiedades de los alcaloides vegetales y el polvo de berilio. No me pareció quefuera muy inteligente que se pusieran a hablar sobre venenos, pero supuse queaquella sería su versión de un momento romántico.Arrastré los pies ante la perspectiva de regresar a la Rueca. Había sido uno de losdías más largos de mi vida y, aunque había mantenido a raya el cansancio, comenzabaa sentirlo sobre mis hombros como una capa empapada. Decidí que Genya o Tamarpodrían informar al resto de los Grisha de lo que había sucedido, y que yo podríaocuparme de Sergei al día siguiente. Sin embargo, antes de que pudiera llegar hastami cama para hundirme en ella, había algo que necesitaba saber. Le cogí la mano aGenya en las escaleras.—¿Qué fue lo que le susurraste al Rey? —pregunté en voz baja.Ella observó a los demás mientras subían por las escaleras, y después respondió:—Na razrusha’ya. E’ya razrushost.«No soy la destrozada. Soy la destrucción».Alcé las cejas.—Recuérdame que permanezca de tu parte.—Querida —dijo, mostrándome una mejilla llena de cicatrices, y después la otra—, con esta cara, ya no tengo a nadie de mi parte.Habló con tono alegre, pero en él también había tristeza. Me guiñó el ojo que lequedaba y desapareció por las escaleras.Mal se había encargado con Nevsky de decidir cómo íbamos a dormir, así que mellevó hasta la zona reservada para mí, unas habitaciones en el lado este de la montaña.El marco de la puerta estaba formado por las manos unidas de dos doncellas debronce que, según me pareció, tal vez representaran a la Estrella de la Mañana y laEstrella de la Tarde. En el interior, la pared más alejada estaba ocupada por completopor una ventana redonda, rodeada por un anillo de latón con remaches, como laescotilla de un barco. Las lámparas estaban encendidas y, aunque lo más probable eraque las vistas fueran espectaculares a la luz del día, en ese momento no había nadaque ver, salvo la oscuridad y mi propio rostro cansado devolviéndome la mirada.—Los mellizos y yo estaremos tras la puerta de al lado —explicó Mal—. Y unode nosotros hará guardia mientras duermes.Había una jarra de agua caliente esperándome junto a la tinaja, y me lavé la caramientras Mal me hablaba de las instalaciones que había conseguido para los demásGrisha, el tiempo que tardaríamos en preparar nuestra expedición a las Sikurzoi, ycómo quería dividir el grupo. Traté de escuchar, pero en algún momento mi mente secerró.Me senté en el banco de piedra que había bajo la ventana.www.lectulandia.com - Página 103
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cabeza en las manos.
Seguí a los demás por el pasillo. David le estaba murmurando algo a Genya sobre
las propiedades de los alcaloides vegetales y el polvo de berilio. No me pareció que
fuera muy inteligente que se pusieran a hablar sobre venenos, pero supuse que
aquella sería su versión de un momento romántico.
Arrastré los pies ante la perspectiva de regresar a la Rueca. Había sido uno de los
días más largos de mi vida y, aunque había mantenido a raya el cansancio, comenzaba
a sentirlo sobre mis hombros como una capa empapada. Decidí que Genya o Tamar
podrían informar al resto de los Grisha de lo que había sucedido, y que yo podría
ocuparme de Sergei al día siguiente. Sin embargo, antes de que pudiera llegar hasta
mi cama para hundirme en ella, había algo que necesitaba saber. Le cogí la mano a
Genya en las escaleras.
—¿Qué fue lo que le susurraste al Rey? —pregunté en voz baja.
Ella observó a los demás mientras subían por las escaleras, y después respondió:
—Na razrusha’ya. E’ya razrushost.
«No soy la destrozada. Soy la destrucción».
Alcé las cejas.
—Recuérdame que permanezca de tu parte.
—Querida —dijo, mostrándome una mejilla llena de cicatrices, y después la otra
—, con esta cara, ya no tengo a nadie de mi parte.
Habló con tono alegre, pero en él también había tristeza. Me guiñó el ojo que le
quedaba y desapareció por las escaleras.
Mal se había encargado con Nevsky de decidir cómo íbamos a dormir, así que me
llevó hasta la zona reservada para mí, unas habitaciones en el lado este de la montaña.
El marco de la puerta estaba formado por las manos unidas de dos doncellas de
bronce que, según me pareció, tal vez representaran a la Estrella de la Mañana y la
Estrella de la Tarde. En el interior, la pared más alejada estaba ocupada por completo
por una ventana redonda, rodeada por un anillo de latón con remaches, como la
escotilla de un barco. Las lámparas estaban encendidas y, aunque lo más probable era
que las vistas fueran espectaculares a la luz del día, en ese momento no había nada
que ver, salvo la oscuridad y mi propio rostro cansado devolviéndome la mirada.
—Los mellizos y yo estaremos tras la puerta de al lado —explicó Mal—. Y uno
de nosotros hará guardia mientras duermes.
Había una jarra de agua caliente esperándome junto a la tinaja, y me lavé la cara
mientras Mal me hablaba de las instalaciones que había conseguido para los demás
Grisha, el tiempo que tardaríamos en preparar nuestra expedición a las Sikurzoi, y
cómo quería dividir el grupo. Traté de escuchar, pero en algún momento mi mente se
cerró.
Me senté en el banco de piedra que había bajo la ventana.
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