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JUAN (La recoge en sus brazos con una emoción desbordada. Sus
palabras tiemblan llenas de fiebre).—¿La ves, Fernando? ¡En mis brazos!
Ya no eres tú solo. También Juan puede triunfar ¡por una vez! (Levanta en
sus manos el rostro de ella, lleno de lágrimas.) Pero también… por una
vez…, tengo el orgullo de ser más fuerte que tú, más generoso que tú…
Llévatela lejos. Ahora ya podéis ser felices sin remordimientos. Porque
también yo, ¡por una vez siquiera!, he sido bueno como tú y feliz como
tú… y te he visto llorar.
FERNANDO (En un impulso fraternal).—¡Juan!
JUAN.— ¡Hermano! (Vuelcan en un abrazo toda su ternura
contenida.) Gracias, Chole… Ya sabía yo que no podía ser, que te
engañabas a ti misma. Pero gracias por lo que has querido hacer. Llévatela,
Fernando. Sólo os pido que os vayáis a vivir lejos. Dejadme a mí gozar
solo el único día feliz que ha habido en mi vida…
(CHOLE, sin encontrar palabras de despedida, estrecha conmovida las
manos de JUAN. Recoge luego sus flores, apretándolas contra el pecho, y
sale reclinada en el hombro de FERNANDO. JUAN, agotado por el
enorme esfuerzo, desfallece un momento. Se domina. Tiene ahora una
expresión de frialdad fatal. Va al escritorio, lo abre y toma una pistola.
Pasa ALICIA. Al verla, esconde el arma, volviéndose.)
ALICIA.— Buenos días, Juan… (Corre el cerrojo de la Galería del
silencio, y coloca en lugar bien visible un cartel que dice: «Prohibido
suicidarse en Primavera». En el jardín pianísimo —cuerda sola—,
comienza a oírse de nuevo el himno de Beethoven.) Es una orden de
Chole… ¿Le ocurre algo, Juan?
JUAN.— Nada…
ALICIA.— ¡Está usted temblando!
JUAN.— Un poco de fiebre, quizá.
ALICIA.— Es el día… ¿Oye usted esa música?
JUAN.— ¿Qué es?