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FERNANDO.— Según. Científicamente, es un simple equino
monodáctilo de cuatro patas y pigmento claro.
AMANTE.— ¿Y artísticamente?
FERNANDO.— Ah, artísticamente… es el viejo que paga.
AMANTE (Aniquilado).—El viejo… que paga (Reacciona con
violencia.) Y era eso lo que me proponía… ¡A mí! (A gritos otra vez.) ¡No
voy!
(Suena la tercera llamada.)
FERNANDO.— ¡Y tres! (Se asoma al jardín. Se le ve hacer un gesto
de despedida.)
AMANTE (Contemplando melancólicamente su reloj). —Las once. A
las cuatro en Valencia…; al anochecer en Marsella…, El mar… (En un
impulso repentino) Cora… ¡Cora!
FERNANDO.— Ya se fue.
AMANTE.— Soy un pobre hombre…
FERNANDO.— ¡Es usted un héroe! Déjela marchar en paz y
recuérdela. Es mejor. Son dos vidas que no podrían fundirse nunca. Y
ahora, a escribir el reportaje para la semana que viene. Título: «Una noche
con Cora Yako en el Japón.»
AMANTE.— ¿En el Japón?
FERNANDO.— Sí. Las fotografías ya las haremos en el estudio, como
siempre.
AMANTE.— ¿Me dejará usted poner algo de las gheisas?
FERNANDO.— Y de los petirrojos también; y de los cerezos en flor.
Pero con cuidado, eh, con cuidado.
AMANTE.— ¿Una cosa así? «Habíamos tomado al amanecer el avión
de Yokohama…»
FERNANDO.— Así, muy bien.
AMANTE.— «Cora reía junto a mí, a tres mil pies sobre las islas
blancas de crisantemos…»
(Saliendo.)