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AMANTE.— Eso, así: desde lo alto.

FERNANDO.— ¿No se iban a marchar ustedes juntos?

AMANTE.— Ahí está, que sí…, que no tengo más remedio que

marchar con ella, que los minutos van pasando. ¡Y que no sé qué hacer!

FERNANDO.— La gran aventura no se presenta más que una vez en la

vida. Usted la tiene ahora en sus manos. Piénselo bien.

AMANTE.— ¡Si pudiera quedarme solamente con los ojos!

FERNANDO.— Pero, ¿no era este momento lo que usted soñaba?

AMANTE.— Ah, soñar es otra cosa.

FERNANDO.— ¡Cora Yako es el amor, los barcos, los países

lejanos!…

AMANTE.— Pero, qué países, Fernando. Llenos de peligros horribles:

los mosquitos verdes…, las fiebres intestinales…, ¡los cónsules!

FERNANDO.— ¡Es la India de los dioses! ¡El Japón de los héroes y

los amantes!

AMANTE.— No puedo…, no puedo…

(Se sienta, desfallecido.)

FERNANDO.— En ese caso, hay otra solución. Renuncie a la Cora

Yako auténtica. Quédese con la que usted ha soñado. Y dedíquese a

escribir.

AMANTE.— ¿A escribir?

FERNANDO.— Sí: es otra forma de heroísmo. Las novelas nunca las

han escrito más que los que son incapaces de vivirlas. ¿Qué sueldo tenía

usted en el banco?

AMANTE.— Nada; doscientas cincuenta pesetas.

FERNANDO.— Yo puedo ofrecerle quinientas en el periódico, y

vacaciones pagadas. ¿Quiere usted encargarse de la página de viajes y

aventuras?

AMANTE (Ilusionado).—¿Cree usted que serviré?

FERNANDO.— ¿Por qué no?

AMANTE.— Es que yo no he salido nunca de mi casa de huéspedes.

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