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confidencia.) Sólo queda una esperanza… lejana. ¿Recuerda usted la

afición del Profesor a tirarse a los lagos? (Se acerca, acentuando el

secreto.) Se van a Suiza. (Se hacen ambos un gesto de silencio cómplice,

llevándose un dedo a los labios.) ¡A Suiza!

(Sale HANS. FERNANDO queda solo, ensimismado, con un gesto

triste que lucha por arrancarse. Enciende un pitillo. Vuelve el AMANTE,

mirando furtivamente a todos lados.)

AMANTE.— ¿No está?

FERNANDO.— ¿Cora?… En el jardín; preparando el coche.

AMANTE.— Qué mujer, Fernando…, es terrible. ¿Por qué habrá

venido? ¡Tan bella como yo la soñaba!

FERNANDO.— Y sin embargo es la verdadera. La que cantaba para

usted aquella noche del «Fausto».

AMANTE.— Ah, no; la mía es otra cosa: una ilusión, un poema sin

palabras. Los ojos, sí: son los mismos de aquella noche.

FERNANDO.— Puede ser para usted la gran aventura.

AMANTE.— Una aventura peligrosa. Usted no la conoce: esa mujer

me mata en quince días.

FERNANDO.— Es el amor.

AMANTE.— ¡Pero qué amor! Yo soñaba los besos de mujer como una

caricia suave; como un repicar de pétalos en la piel. Cora no es eso.

FERNANDO.— ¡Besa fuerte, eh!

AMANTE.— ¡Muerde! Trepida…, estalla. Ahora ya me voy

acostumbrando un poco. Pero ayer… del primer beso que me dio, me tiró

al suelo. ¡Y abrazando! Se enrolla, rechina, solloza unas cosas guturales

que ponen los pelos de punta. ¡Es un temblor de tierra, Fernando, es un

temblor!

FERNANDO.— Le ha tomado usted miedo.

AMANTE.— Miedo, miedo, no. La quiero, me gustaría verla siempre.

Pero un poco desde lejos.

FERNANDO.— Desde lo alto de la galería.

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