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DAMA.— Comemos arriba, junto a la fuente. Habrá de todo: carnes

blandas y de monte, truchas del torrente, frutas nuevas y vinos rubios

andaluces, de esos que hacen cosquillas en el alma. ¿Le esperamos?

Anímese, Fernando; hasta luego. ¡Buenos días, Hans!

(Hace un gracioso gesto de despedida, agitando los dedos, y se va feliz

tarareando, marcando inconsciente el paso del vals. FERNANDO mira a

HANS desconcertado.)

FERNANDO.— Pero, ¿es que se ha vuelto loca esa mujer?

HANS.— Peor. ¿No la ha oído usted tararear el «Danubio Azul»?

FERNANDO.— Sí; parecía.

HANS.— ¿Y no lo recuerda eso nada?

FERNANDO.— ¡El profesor de Filosofía!…

HANS.— El mismo. Anoche los sorprendí juntos, al claro de luna,

entre las acacias. (Filosófico.) ¿Se ha fijado usted alguna vez en los ojos

de las vacas?

FERNANDO.— Sí: son la imagen de la ternura húmeda.

HANS.— Pues bien: anoche el Profesor tenía ojos de vaca. Estaban

sentados en un ribazo. Él, miraba la luna; después la miraba a ella. Y

suspiraba. Cuando un profesor de Filosofía se arriesga a suspirar, está

perdido.

FERNANDO.— ¿Los vio usted?

HANS.— ¿Qué no habré visto yo en esta vida? Estaban muy juntos,

cogidos de las manos. El se reclinaba sobre su hombro, y le reclinaba su

hombro, y le recitaba al oído una cosa íntima y lenta.

FERNANDO.— ¿Versos?

HANS.— Seguro. No pude coger más que una estrofa suelta. Decía:

(Recita líricamente.) «Todo cuerpo sumergido en el agua, pierde su peso

una cantidad igual al peso del líquido que desaloja.» ¿Le parece a usted?

FERNANDO.— ¡Pero eso es tremendo!

HANS.— Tremendo. Es la primavera; no hay nada que hacer. Ya se han

despedido del doctor. Se marchan esta tarde ¡juntos! (Pausa. Tono de

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