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AMANTE (Nervioso, se lleva las manos a los bolsillos. Sonríe feliz al
encontrarlo.)—Sí, reloj sí. Y de plata. Es un recuerdo de mi padre. (Se lo
lleva al oído. Con espanto.) ¡Parado!
CORA.— Pues pon en punto el reloj de tu padre. ¡Y no vayas a
hacerme esperar, eh! Eso sí que no se lo he consentido nunca a ningún
hombre. Si no estás a las once daré tres bocinazos. Pero al tercero arranco.
AMANTE.— Estaré.
CORA.— Hasta en seguida, mi héroe, mi lobezno bonito.
(Lo empuja a besos. Sale el AMANTE. FERNANDO ha entrado a
tiempo para ver y oír el final de la escena.)
FERNANDO.— ¿Se marchan ustedes?
CORA.— Dentro de diez minutos. A Marsella. Y si hay barco mañana,
a la India. Dígale adiós a Chole de mi parte; yo no tengo tiempo. Le
pondremos un cable desde El Cairo. ¡Adiós, Fernando!
FERNANDO.— ¡Feliz viaje! (Sale CORA. FERNANDO juega,
dolorido, los dedos de la mano que ella ha estrechado con fuerza, y mira
con lástima hacia donde salió el AMANTE.) Pobre muchacho…
(Entra HANS con su humilde equipaje: un portamantas con su
paraguas.)
FERNANDO.— ¿También usted se va?
HANS.— También.
FERNANDO (Fijándose en su equipaje).—¿A El Cairo?
HANS.— A la ciudad. Me han ofrecido un puesto en el Hospital
General.
FERNANDO.— ¡Ah, enhorabuena!
HANS.— Aquello es otra cosa: hay ambiente. Acabo de leer un
resumen en la «Gaceta Médica»: solamente en una semana, ¡veinticinco
casos!
FERNANDO.— Espléndido.