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AMANTE.— Tú te imaginabas un cruce de jabalí y orangután.
CORA.— Algo así. Pero no importa. No estés triste tú, mi jilguero
mojado, mi poeta de bolsillo. Te quiero como eres: pequeño, acobardado,
soñador… ¿Por qué has leído tanto, pobrecito mío? Tú no sabes cómo
debilita eso. No lo volverás a hacer, ¿verdad? (Voluble, persiguiendo sus
propias palabras por la escena.) ¡Ahora vamos a vivir!, a correr el mundo
juntos, ¡abrazados!
AMANTE (Con ilusión).—¡Cora!
CORA.— Ahora vas a tener conmigo todo lo que soñaste: Egipto, y el
desierto, y las selvas, y las islas de jardines…
AMANTE.— ¡Los lotos y los elefantes blancos! ¡Las pagodas budistas
con sus tejadillos en forma de zueco, colgados de campanillas!
CORA.— Y tantas cosas más que tú no sabes, que no están en los
libros. Pero hay que hacerse fuerte, mi lobezno: en cuanto sales de Europa,
ya no hay más que mosquitos.
AMANTE.— ¿Mosquitos?'
CORA.— Unos mosquitos verdes, venenosos y pequeños, que se
cuelgan por todas partes. Y que dan la fiebre, y el sueño… y a veces, la
locura. Pero no te asustes tú, mi héroe…, también hay mosquiteros, y
cremas especiales para la piel. Y luego, ¡la Ciencia! Por cada mosquito
que produce Dios, producen una inyección los alemanes.
AMANTE.— Menos mal.
CORA.— ¿No te hace ilusión visitar conmigo la India?
AMANTE.— ¡Oh, sí; los dioses del Ramayana, el Ganges sagrado de
las tres corrientes!…
CORA.— Mira, el Ganges es mejor dejarlo. Hay serpientes, ¿sabes? Y
cocodrilos. Y luego, las fiebres gástricas, que te van poniendo amarillo,
amarillo… (De pronto.) ¿Tú me quieres? ¿Me quieres, me quieres?
AMANTE (Irguiéndose gallardamente).—¡Te quiero como un cosaco!
CORA.— ¿Dispuesto a todo?
AMANTE.— ¡A todo!
CORA.— ¿Por qué no nos vamos ahora mismo?
AMANTE (Aterrado al verla tan cerca).—¿Ahora?