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HANS.— Ayer me han hablado del Hospital General. ¡Aquello sí que

está bien organizado! Allí se muere la gente todos los días como Dios

manda, sin literatura. Perdóneme el doctor, pero cada hombre tiene su

destino.

DOCTOR.— Comprendo, Hans. Y no he de ser yo quien estorbe el

suyo.

HANS.— He vacilado mucho, se lo aseguro. He esperado un día y otro

día. Anoche, con la señorita Chole, llegué a tener un rayo de esperanza.

¡Ilusiones! Hoy, ya lo habrá visto usted, tiene más ansias de vivir que

nunca. Y no digamos de los otros. Esta mañana el profesor de la Filosofía

¡ya ni siquiera se ha tirado al agua! La cantante de ópera anda por ahí,

entre los sauces, besando furiosamente a ese pobre muchacho. La misma

Dama Triste, usted lo sabe, no está triste ya. Esto se hunde…

DOCTOR.— Está bien, Hans, está bien. Pase usted cuando quiera por

mi despacho a arreglar su cuenta.

HANS.— ¡Oh, no vale la pena! Estas cosas no se hacen por dinero. Yo

soy un idealista. Adiós, señor Roda.

DOCTOR (Tendiéndole la mano).—Adiós, Hans… Buena suerte.

HANS (Saliendo).—Y créame, doctor; si esto no toma otro rumbo ya

puede usted cerrar la casa. No hay nada que hacer.

(Sale.)

DOCTOR.— Cerrar… Quizá tengan razón. (Llama:) ¡Alicia!…

¡Alicia!

(Sale en su busca. Viniendo del jardín entra el AMANTE

IMAGINARIO. Mira en tomo desde la puerta, como si se sintiera

perseguido. Se deja caer desfallecido en una butaca con un suspiro de

alivio. Llega en seguida CORA.)

CORA.— ¿Dónde se esconde mi cachorro?

AMANTE (Sobresaltado).—¡Tú!

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