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CHOLE.— Ve con él; no le hagas esperar más.
ALICIA.— ¿No me necesitas?
CHOLE.— Te necesita él.
(Entra el DOCTOR, trae un ramo de flores. ALICIA sale.)
DOCTOR.— ¿Qué tal van esas fuerzas?
CHOLE.— Bien ya, del todo.
DOCTOR.— He ido a buscarla a su cuarto; creí que no se habría
levantado hoy. Le llevaba estas flores.
CHOLE.— Preciosas. Gracias, doctor.
DOCTOR.— De nada. No son mías.
CHOLE.— ¿De Fernando?
DOCTOR (Vacila).—Tampoco.
CHOLE.— Ya…, ya sé. De Juan.
DOCTOR.— No se ha atrevido a traérselas él mismo. Pobre
muchacho; toda la noche la ha pasado detrás de su puerta, temblando como
un niño, escuchando su aliento. ¿Respira usted ya bien?
CHOLE.— Todavía me cuesta un poco. Parece espeso el aire.
DOCTOR.— Cargado, sí. Es la llegada de la primavera. Abajo, en las
ciudades, no se siente eso. Se va notando poco a poco; se sabe por los
calendarios, y porque las muchachas cambian de sombrero. Pero aquí, ¡qué
fuerza tiene! Llega de repente; sube por esas laderas, a gritos, cargada de
menta y de resinas, retumba en las montañas… ¡Es como si resonara una
llamada desde las entrañas de la tierra, y todo el campo se pusiera de pie!
¿No se siente usted como aturdida?
CHOLE.— Sí; un poco.
DOCTOR.— Es la tierra que nos está llamando desde dentro. La
civilización nos va cegando los sentidos a estas cosas. Pero cuando la
savia estalla blanca en los almendros, cuando los brezos se calientan,
cuando respiramos el olor de la tierra mojada… ¡Cómo sentimos entonces
que estamos hechos de ese mismo barro! ¿Se sonríe usted?