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ALICIA.— Por ti. Tú eras la risa, el amor, la juventud… ¡Pensar que

todo eso ha podido desaparecer en un momento! Cuando te vi con los ojos

y las manos apretados, tan fría y tan blanca…

CHOLE (Angustiada por el recuerdo).—¡Calla!

ALICIA.— No podía creerlo; se me rebelaba el corazón y me dolía

como si me lo estrujaran.

CHOLE.— ¿Por qué te lo dijeron?

ALICIA.— No me lo dijo nadie; lo vi. Yo estaba buscando tréboles a la

orilla cuando te caíste.

CHOLE.— …¿Y por qué dices «cuando te caíste»?

ALICIA.— Porque fue así. ¡No pudo ser de otra manera, Chole! Tú

venías andando por la orilla, con los ojos altos. Creía que venías a

buscarme. Y de pronto, diste un grito…, resbalaste en la yerba… ¿Verdad

que fue así, Chole?

CHOLE (Le aprieta las manos con gratitud).—Sí… así fue.

ALICIA.— Al oír aquel grito, yo me quedé sin sangre, quieta, como si

estuviera atada. ¡Tú estabas allí, a mi lado, luchando con la muerte, y yo

no podía moverme! Fue entonces cuando llegó él.

CHOLE.— Él… ¿Tú le viste?

ALICIA.— Sí.

CHOLE.— Dime, Alicia, hay una cosa que necesito saber…

ALICIA.— Di.

CHOLE.— Quería saber… (Se detiene con miedo.) No; no me digas

nada. Tengo miedo a que no sea.

ALICIA.— ¿Qué?

CHOLE.— Nada. (Desvía el tono y le pregunta.) ¿Qué libro llevas ahí?

ALICIA.— Los poemas de Tennyson. Son para el viejo, ¿te acuerdas?

Para el padre de la otra Alicia. Me está esperando.

CHOLE.— ¿Está más tranquilo?

ALICIA.— Cuando leemos, sí.

CHOLE.— ¿Habláis?

ALICIA.— A veces; muy poco, muy bajito… Ya se va acostumbrando

a mi voz.

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