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JUAN.— Era yo el que estaba aquí.
CHOLE.— Ya. Pero yo le buscaba a él.
JUAN.— Sí, ya sé; a él, siempre a él. Vas hacia él con los ojos
cerrados, como si nadie más existiese a tu alrededor. Y si al pasar me
tropiezas y me apartas sin mirarme, y yo te digo «buenas tardes, Chole»,
todavía soy yo el áspero, la ortiga. ¡Eres de un egoísmo admirable!
CHOLE.— Perdona…
JUAN.— De nada. Ya estoy acostumbrado.
(Va a salir. CHOLE le detiene, imperativa.)
CHOLE.— ¡Juan!… No acabaré de entenderte nunca. Nos hemos
criado casi como hermanos, te quiero como algo mío, y nunca he
conseguido saber qué llevas dentro. ¿Qué guardas ahí contigo, que te está
royendo siempre?
JUAN.— Nada.
CHOLE.— ¿Por qué te escondes de tu hermano? Desde que estamos
aquí no ha conseguido verte ni una vez. Si te hablo de él…
JUAN.— ¡Basta, Chole! Háblame de ti o del mundo… o calla. ¡Deja ya
a Fernando!
CHOLE.— Es tu hermano.
JUAN.— ¿Y para qué lo ha sido? ¡Para que se viera más mi miseria a
su lado! Él nació sano y fuerte; yo nací enfermo. Él era el orgullo de la
casa; yo, el torpe y el inútil, el eterno segundón. Él no estudiaba nunca.
¿Para qué? Tenía gracia y talento; yo, tenía que matarme encima de los
libros para conseguir dolorosamente la mitad de lo que él conseguía sin
trabajo. Yo le copiaba los mapas y los problemas mientras él jugaba en los
jardines, ¡y sus notas eran siempre mejores que las mías!
CHOLE.— Pero eso no significa nada, Juan. Fernando no puede ser
culpable de lo que no está en su voluntad.
JUAN.— Sí, mientras era la infancia y estas pequeñas cosas, nada
significaba. Pero es que esta angustia ha ido creciendo conmigo hasta
envenenarme toda la vida. Tú sabes cómo he querido yo a mi madre: la he