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brazos, como candelabros. El Japón de los dragones y los samurais…

¿Conoce usted Oriente?

CORA.— No sé…, he estado allá; pero creo que no me he enterado

bien. Dígame… ¿Usted ha estado de verdad? ¿De verdad, de verdad?

(Según las posibilidades del diálogo, ha ido acercándose a él, atraída

por una curiosidad entre divertida y sentimental, hasta terminar juntos.)

AMANTE.— ¿Por qué me lo pregunta?

CORA.— Porque ahora me doy cuenta de que yo no he visto nada. Me

gustaría que volviéramos juntos. También yo sé cantar… y vestirme la

túnica de Brunilda, de Scherazada…

AMANTE (con una emoción violenta, casi de miedo, cogiéndole las

manos.)—¿Por qué me mira así? Esos ojos…, esos ojos… ¿Quién es

usted?

CORA (Tranquila).—Cora Yako.

AMANTE.— ¡No! ¡No es posible!

CORA.— No apriete tanto. Tiene usted que contarme despacio todos

esos viajes que hemos hecho juntos. Estoy en el Pabellón Azul. Tendré un

placer verdadero en recibir allí sus flores…, aunque no sean orquídeas.

AMANTE.— ¡Cora!… ¡Cora!…

(Sale detrás de ella, deslumbrado, atragantada la voz. Entra JUAN,

sin camino. Se hunde en un sillón. Silencio. Vuelve CHOLE. Su mirada

resbala sobre JUAN como si encontrara la escena desierta.)

CHOLE.— No está aquí. ¿Has visto a Fernando?

JUAN (Con un vago acento de reproche).—Buenas tardes, Chole.

CHOLE.— Buenas tardes… ¿Le has visto?

JUAN.— No.

CHOLE.— Le dejé aquí hace un momento.

JUAN (Áspero).—No creo que se vaya a perder.

CHOLE (Sorprendida).—¿Por qué me hablas con ese tono? Te

pregunto por tu hermano y me contestas como si te hubiera hecho daño.

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