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AMANTE.— Me lo decían sus ojos, que no me dejaban un momento.

Volví al día siguiente. Le envié un ramo de orquídeas. Aquellas flores

costaban más de lo que yo ganaba para comer. Pero no podía negárselas…

Robé el dinero.

CORA (Interesada).—¿Robó usted?

AMANTE.— ¿Qué no hubiera hecho por ella?

CORA.— ¿Tanto llegó a quererla en una noche?

AMANTE.— A veces cabe toda la vida en una hora.

CORA.— ¿Y ella?

AMANTE.— Ella comprendió. Besó las flores despacio, despacio,

mirándome… Y así empezó el amor. Una semana en Viena… El Danubio,

el barco… Salimos para El Cairo.

CORA.— El Cairo… Ya recuerdo. ¿Es aquel pueblo grande, tan sucio,

que tiene el hotel frente al teatro?…

AMANTE.— No recuerdo el hotel.

CORA.— Sí. Y que riegan las calles con un odre.

AMANTE.— No sé. Yo sólo recuerdo una tarde en camello por la

arena roja, las orillas del Nilo, los tambores del desierto… ¡Y luego, las

pirámides!

CORA.— Ah, ¿pero hay unas pirámides por allí cerca?

AMANTE.— ¿No conoce usted Egipto?

CORA.— Sí, he estado tres veces; pero en el teatro, en el casino.

AMANTE.— Cora buscaba conmigo el paisaje; el gesto y la canción

de las razas. Una noche, en Atenas…

CORA.— ¡Atenas! También recuerdo yo Atenas. Es viniendo de

Montevideo, ¿no?

AMANTE.— A veces, sí.

CORA.— Sí, un pueblo de terrazas frente al mar…, con unos hoteles

sin baño, unas comidas muy picantes… (Encontrando al fin la metáfora

exacta.) ¡Había un empresario rubio que hablaba español!

AMANTE.— Es posible. Lo que yo recuerdo es aquella noche en el

Partenón. Cora quería cantar la «Thais» de Massenet, desnuda sobre las

gradas de Fidias… Y luego, la India: los dioses de la jungla, con siete

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