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FERNANDO.— Soy periodista. Los periodistas nos enteramos de todo

por los periódicos. (Contemplándola encantado.) ¡Cora Yako! ¿Me

perdona que la deje sola un momento? Hay alguien en la casa que tendrá el

mayor gusto en atenderla. Voy por él. ¡Cora Yako, Cora Yako!

(Sale.)

CORA (Mirándole ir).—Simpático muchacho.

(Curiosea en torno con la mirada. Se fija en el AMANTE

IMAGINARIO, que llega por el extremo opuesto como una sombra

romántica sin rumbo. Viene deshojando una margarita. Se sienta. Suspira.)

CORA.— Perdón… ¿Es usted empleado de la casa? (Él la mira

vagamente. Niega con la cabeza.) Ah, entonces es un… un… (Él afirma

del mismo modo.) ¡Qué interesante! Da escalofríos… ¿Y por qué?

AMANTE.— ¡Amor! He amado mucho; he sido todo lo feliz que

puede ser un hombre. ¿Para qué vivir más? Yo he tenido en mis brazos a

Margarita, a Brunilda, a Scherazada…

CORA (Le mira con inquietud).—Ya…

AMANTE.— ¿Por qué me mira así? Cree que estoy loco, ¿verdad?

Como todos. Ah, no es fácil comprenderme. ¡Tendría usted que haberla

conocido a ella! Yo la vi por primera vez en el «Fausto».

CORA.— ¿Era cantante?

AMANTE.— ¡Era una voz de plata enredada a un alma! Yo era un

muchacho pobre, pero tenía juventud, hacía versos… Cora no necesitaba

más.

CORA.— ¿Se llamaba Cora?

AMANTE.— Cora Yako.

CORA.— ¡Ah, Cora Yako!… ¡Qué interesante!

AMANTE.— Yo estaba en lo más alto de la galería; pero toda la noche

cantó para mí.

CORA.— ¿Para usted sólo?

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