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¡Usted puede hacerlo! Por compasión, doctor. También yo lo he hecho unavez. ¡Le juro que es absolutamente necesario!DOCTOR.— ¿Por qué?PADRE.— Porque es monstruoso seguir viviendo así. Nunca he tenidograndes motivos para desear la vida. Pero antes la tenía a ella. Tenía undeber: unos ojos y una voz que me necesitaban.DOCTOR.— ¿Quién era ella?PADRE.— Era mi hija… Estaba paralítica desde la niñez. Tendidasiempre en una hamaca. Nada se movía en su cuerpo; sólo los ojos… yaquella voz de música, que era una vida entera. Yo le leía los poemas deTennyson; ella me escuchaba mirándome. Y hablábamos a veces… muypoco, muy bajito, pero bastante para los dos. Hasta que un día yo empecé asentirme enfermo. No podía engañarme; era uno de esos males lentos yseguros, que no perdonan. Entonces sólo sentí el terror de dejarla sola.¡Pobre carne quieta! ¿Qué iba a ser su vida sin mí? No pude resignarme aesta idea. Tenía a mi alcance la morfina… Y la fui durmiendosuavemente…, sin dolor… hasta que no despertó más. ¿Comprendenustedes? Era mi hija y mi vida. La he matado yo mismo. ¡Y yo estoytodavía aquí! Estoy sintiendo con espanto que mi mal se aleja, que acabarépor curarme… Y no tengo fuerzas para acabar conmigo… ¡Cobarde…,cobarde!(Cae desfallecido en un asiento. Pausa. El DOCTOR aprietaangustiado las manos de CHOLE.)DOCTOR.— Sí, la vida es un deber. Pero es, a veces, un deber bienpenoso.CHOLE (Llama en voz alta).—¡Alicia!PADRE (Sobresaltado).—¡Alicia! ¿Quién se llama aquí Alicia?CHOLE.— Es nuestra enfermera.PADRE.— También ella se llamaba Alicia… (Entra Alicia. Trae unlibro bajo el brazo. El PADRE avanza lento hacia ella, mirándola con unaintensa emoción). Es extraordinario… Cómo se parecen… Los mismos
ojos; pero en «ella» más tristes. Permítame… Las mismas manos.(Amargo, como si fuera una injusticia.) Pero éstas están sanas, calientes…¿Y la voz? ¿Quiere usted decir algo, señorita?ALICIA (Sin saber qué decir, sonriendo).—Gracias…PADRE.— ¡Ah…, no!… La voz, no. Perdone; tiene usted una voz muyagradable. Pero ella…, cuando ella decía «gracias», todo callaba alrededor.¿Qué leía usted?… Versos… ¿Conoce los poemas de Tennyson? Si no lemolesta, yo se los leeré en voz alta. ¿Puede ser, doctor?… En el jardín,¿quiere? Usted tendida en una hamaca, quieta; yo a su lado… ¿Me permiteque la trate de tú?ALICIA.— Se lo agradezco.PADRE.— No… Míreme, si quiere… Pero hablar, no… No digasnada…, Alicia. ¡Alicia!(Sale con ella.)DOCTOR.— ¿Cree usted que podremos salvarle?CHOLE.— Me parece que está salvado ya.(Pausa. Se oye fuera el grito montañero de FERNANDO.)LA VOZ.— ¡Ohoh!CHOLE.— ¡Ohoh! Corriendo a él, al verle aparecer.) ¡Capitán!FERNANDO.— ¡Timonel! Perdón, doctor.(La besa en los labios.)CHOLE.— ¡Has estado fuera todo el día!FERNANDO.— En la montaña, desde el amanecer. El doctor se haempeñado en hacerme sufrir los encantos de la Naturaleza.CHOLE.— Y has salido sin despedirte.FERNANDO.— Estabas dormida como un tronco… Como un troncode sándalo.CHOLE.— ¿Te has acordado de mí?
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ojos; pero en «ella» más tristes. Permítame… Las mismas manos.
(Amargo, como si fuera una injusticia.) Pero éstas están sanas, calientes…
¿Y la voz? ¿Quiere usted decir algo, señorita?
ALICIA (Sin saber qué decir, sonriendo).—Gracias…
PADRE.— ¡Ah…, no!… La voz, no. Perdone; tiene usted una voz muy
agradable. Pero ella…, cuando ella decía «gracias», todo callaba alrededor.
¿Qué leía usted?… Versos… ¿Conoce los poemas de Tennyson? Si no le
molesta, yo se los leeré en voz alta. ¿Puede ser, doctor?… En el jardín,
¿quiere? Usted tendida en una hamaca, quieta; yo a su lado… ¿Me permite
que la trate de tú?
ALICIA.— Se lo agradezco.
PADRE.— No… Míreme, si quiere… Pero hablar, no… No digas
nada…, Alicia. ¡Alicia!
(Sale con ella.)
DOCTOR.— ¿Cree usted que podremos salvarle?
CHOLE.— Me parece que está salvado ya.
(Pausa. Se oye fuera el grito montañero de FERNANDO.)
LA VOZ.— ¡Ohoh!
CHOLE.— ¡Ohoh! Corriendo a él, al verle aparecer.) ¡Capitán!
FERNANDO.— ¡Timonel! Perdón, doctor.
(La besa en los labios.)
CHOLE.— ¡Has estado fuera todo el día!
FERNANDO.— En la montaña, desde el amanecer. El doctor se ha
empeñado en hacerme sufrir los encantos de la Naturaleza.
CHOLE.— Y has salido sin despedirte.
FERNANDO.— Estabas dormida como un tronco… Como un tronco
de sándalo.
CHOLE.— ¿Te has acordado de mí?