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CHOLE.— ¡Es, además, tan contrario a todos los instintos! Los

animales no se suicidan.

DOCTOR.— A veces, también. El alacrán, cuando se siente rodeado de

fuego, se clava su aguijón venenoso.

CHOLE.— Pero eso no es buscar la muerte voluntariamente. Es

adelantarla un momento, para evitar el dolor.

DOCTOR.— El dolor… He aquí el motivo supremo. Me parece que,

sin darse cuenta, acaba usted de contestar a sus dudas de antes. ¿No cree

usted que el dolor es cien veces más intolerable cuando nos rodea el amor

y el triunfo, cuando la sangre es joven, y todo a nuestro alrededor se viste

de rosas?

CHOLE.— No, doctor, no me haga usted dudar. La vida no es

solamente un derecho. Es, sobre todo, un deber.

DOCTOR.— Ojalá piense usted siempre así.

(Pausa. En el umbral del jardín aparece el PADRE DE LA OTRA

ALICIA: una noble cabeza blanca agobiada de dolor. Vacila. Se adelanta

al fin, con una voz humilde y rota.)

PADRE.— Perdón… ¿El doctor Roda?…

DOCTOR.— A sus órdenes.

PADRE.— Tengo algo que pedirle… Algo muy íntimo, muy difícil…,

pero necesario.

CHOLE.— ¿Estorbo?

DOCTOR.— De ningún modo. La señorita es persona de mi absoluta

confianza.

PADRE.— Doctor…

DOCTOR.— Diga.

PADRE.— Doctor… ¡Hágame usted morir!

DOCTOR.— ¿Yo?

PADRE.— Sí…, comprendo que es una petición extraña. Pero es que

usted no sabe… Yo también soy médico. He pedido esto mismo a otros

compañeros; todos me compadecen, pero ninguno ha querido ayudarme.

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