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penetrando en las almas, buscando su verdad en el silencio. Está usted en

plena etapa de meditación y de ternura.

CHOLE.— Algunas de estas historias íntimas, me han llegado muy

hondo.

DOCTOR.— ¿Entonces, aquel reportaje sensacional?

CHOLE.— No lo escribiré ya.

DOCTOR.— ¿Lo hará Fernando?

CHOLE.— Quizá. Él es hombre y fuerte. Yo, hoy, no me atrevería a

desnudar en público estos pequeños dolores para satisfacer una curiosidad

bien sentada y bien alimentada.

DOCTOR.— Ya apareció la mujer.

CHOLE.— ¡Esa chiquilla, siempre sola, que da las gracias a todo lo

que es hermoso, como si fuera un regalo! ¡Ese pobre empleado de banca,

que nunca ha salido de su oficina y su casa de huéspedes, y se sueña héroe

de amores y viajes extraordinarios!…

DOCTOR.— Además, trabaja usted seriamente. Anoche sé que ha

estado encerrada en mi biblioteca hasta la madrugada.

CHOLE.— Me interesan sus libros, sus estadísticas. He descubierto en

ellos cosas que no hubiera imaginado nunca.

DOCTOR.— ¿Cuáles?

CHOLE.— Esa contradicción constante del suicida con la lógica de la

vida. ¿Por qué se matan más los triunfadores que los fracasados? ¿Por qué

se matan más los hombres en la juventud que en la vejez? ¿Por qué se

matan más los enamorados que los que no han conocido amores?… ¿Y por

qué se matan al amanecer más que, de noche, y en la primavera más que

en el invierno?

DOCTOR.— Difícil de explicar para una mujer feliz. Pero la

observación es científicamente exacta.

CHOLE.— Matarse es siempre una negación brutal. Pero matarse en

plena juventud, en la hora del amor y la primavera es un insulto a la

naturaleza.

DOCTOR.— Quizá.

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