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DAMA.— ¡Qué vergüenza!

FERNANDO.— Pero no lo lamente demasiado. Al fin y al cabo el

cuerpo es de origen tan divino como el alma; y hay que dar al César lo que

es del César. No se ponga triste. Reconcilíese usted consigo misma.

¿Quiere que la acompañe a dar una vuelta por el parque? Hace un sol

espléndido.

DAMA.— Gracias… (Acepta su brazo. Se justifica.) Puede usted

pensar de mí lo que quiera. No seré un gran espíritu; seguramente soy una

pobre mujer vulgar… ¡Pero le juro que yo no me he comido esos diecisiete

terneros!

(Salen. La escena sola. Suenan de pronto —uno, dos, varios— timbres

y campanas de alarma. Sale corriendo ALICIA. Grita llorando.)

ALICIA.— ¡Doctor…, doctor!

(Acude el Doctor.)

DOCTOR.— ¿Qué ocurre?

ALICIA.— ¡Allí (Señala la Galería del Silencio.)

DOCTOR.— Pronto… ¡Hans! ¡Deténgalo!…

(Suena dentro un disparo. Callan los timbres. ALICIA se tapa la cara

con las manos. Entra HANS forcejeando con JUAN, que lucha

desesperadamente por desasirse y recobrar su arma.)

JUAN.— ¡Déjeme! ¡Suelte!…

DOCTOR.— ¿Qué ha sido?

HANS.— Nada ya. He conseguido desviarle la pistola a tiempo. Aquí

está.

DOCTOR.— Traiga.

JUAN.— ¡Suelte!

(Se desprende violentamente.)

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