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DAMA.— ¿Para qué conservar lo que de nada sirve? Mi carne no
existe. Sólo mi alma ha vivido.
FERNANDO.— ¿Está usted segura? ¿Me permite una sencilla
experiencia? (Saca lápiz y cuaderno.) Dígame, ¿qué desayuna usted?
DAMA.— ¿Y qué importa eso?
FERNANDO.— Se lo ruego; es por su tranquilidad. ¿Qué desayuna
usted?
DAMA.— Un vaso de leche. A veces, alguna fruta…
FERNANDO.— ¿Almuerzo?
DAMA.— Apenas; ternera, legumbres… guisantes, generalmente.
FERNANDO.— Y más fruta, ¿verdad? ¿Suele cenar?
DAMA.— Lo mismo. ¿Por qué me lo pregunta?
FERNANDO.— Se lo diré en seguida. ¿Qué cosas interesantes
recuerda de su vida? ¿Ha viajado usted?
DAMA.— Poco; conozco París, Londres, Florencia.
FERNANDO.— ¿Ha cultivado aficiones artísticas?
DAMA.— Toco el piano.
FERNANDO.— ¿Ha leído mucho?
DAMA.— Románticos casi siempre. Toda la obra de Víctor Hugo me
es familiar.
FERNANDO.— ¿Ha tenido amores?
DAMA.— Amor… sólo una vez. Yo era una niña casi: él era teniente
de navío. Nos besamos en el puente del barco, y zarpó rumbo a Filipinas.
No le volví a ver.
FERNANDO (Que ha ido tomando notas y trazando números
rápidamente).—Magnífico. Pues bien, señora: calculándole sólo media
vida; y raciones discretas, resulta: que para hacer tres viajes cortos,
aprender a tocar el piano, leer obras completas de Víctor Hugo y besar a
un teniente de navío… ha necesitado usted tomarse ochocientos decalitros
de leche, tres vagones de fruta ocho hectáreas de guisantes ¡Y diecisiete
terneros! El cuerpo, señora, es una realidad insobornable.
DAMA (Horrorizada).—¡No! ¡No es posible!
FERNANDO.— Aritméticamente exacto.