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FERNANDO.— Aquí: la franja encarnada. Vea, al margen, la gráfica
estadística: «índice anual de suicidios por amor: Inglaterra, 14; Francia,
28; Alemania, 41; Italia, 63; España, 480… Estados Unidos, 2.»
DAMA.— ¿Dos solamente?
FERNANDO.— Dos. Eran mejicanos nacionalizados.
(Deja el libro.)
DAMA.— Ah, qué bien ha hecho usted en leerme esos datos. Esa
estadística me señala el camino de mi raza. ¡Me gustaría tanto morir por
amor! Desgraciadamente, para eso no basta una voluntad; hacen falta
dos… ¿Usted me ayudaría?
FERNANDO.— Honradísimo, señora, pero… estoy comprometido ya.
Tengo que suicidarme mañana con una pianista polaca.
DAMA.— Siempre llego tarde.
FERNANDO.— Perdón.
DAMA.— ¡Y cuántas veces lo he soñado! ¡Esas parejas japonesas que
se lanzan cogidas de las manos y coronadas de crisantemos, al cráter del
Fusi-Yama!
FERNANDO.— Una muerte bellísima. Desdichadamente, España es
un país arruinado: no nos queda ni un miserable volcán para estos casos.
(La DAMA TRISTE se sienta. Suspira desolada.) Y ahora, si me hace
usted el honor de una confidencia, ¿por qué quiere morir?
DAMA.— ¡Por tantas cosas!
FERNANDO.— ¿Puede decirme alguna?
DAMA.— Desilusión absoluta. Este mundo de la materia no es el mío.
Odio todo lo grosero: la carne, la tiranía de los músculos y la sangre.
Quisiera haber nacido planta, agua de torrente, ¡alma sola! Tengo lástima
de este pobre cuerpo mío, que no me ha proporcionado nunca más que
dolor.
FERNANDO.— ¿Y por lástima de su cuerpo ha decidido usted
quitárselo de en medio? Me parece excesivo. Es lo que llaman los
alemanes, tirar el agua del baño con el niño dentro.