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enamorada, llena de esperanzas y de horizontes. Lo primero, lo he

encontrado hace un momento. ¿Quieren ustedes ser aquí la vida feliz?

CHOLE.— A sus órdenes, doctor; estamos de vacaciones.

DOCTOR.— Pues siendo así, como colaboradores y amigos, escuchen

ustedes.

(Se sientan)

FERNANDO.— ¡Chole!

(CHOLE prepara lápiz y cuaderno.)

DOCTOR.— No; prométanme que no escribirán una sola línea hasta

que no conozcan a fondo la institución.

FERNANDO.— Chole…

(CHOLE guarda lápiz y cuaderno.)

DOCTOR.— ¿Conocieron ustedes al doctor Ariel?

FERNANDO.— El doctor Ariel…, sí…

CHOLE.— Sí, sí…, el doctor Ariel.

DOCTOR.— Bien; no le conocieron ustedes. El doctor Ariel fue mi

maestro. Su familia, desde varias generaciones, era víctima de una extraña

fatalidad: su padre, su abuelo, su bisabuelo, todos morían suicidándose en

la plenitud de la vida, cuando empezaban a perder la juventud. El doctor

Ariel vivió torturado por esta idea. Todos sus estudios los dedicó a la

biología y la psicología del suicida, penetrando hasta lo más hondo en este

sector desconcertante del alma. Cuando creyó que su hora fatal se

acercaba, se retiró a estas montañas. Aquí cambió sus amigos, sus

alimentos y sus libros. Aquí leía a los poetas, se bañaba en las cascadas

frías, paseaba sus dos leguas a pie durante el día y escuchaba a Beethoven

por las noches. Y aquí murió, vencedor de su destino, de una muerte noble

y serena, a los setenta años de felicidad.

CHOLE (Entusiasmada).—¡Pero muy bonito!

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