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DOCTOR.— ¿Les atienden a ustedes?
CHOLE.— No, gracias. Sólo entramos a dar un vistazo. Muy
interesante, muy interesante… Fernando…
FERNANDO.— ¡Chole!… Calma. (Ella se rehace. Deja el maletín.
Avanza heroicamente.) Desconocido señor, permítame que me presente,
Fernando Zara, periodista; especializado en reportajes sensacionales.
DOCTOR.— Mucho gusto.
FERNANDO.— Gracias. Chole, mi compañera, mi novia, mi ninfa
Egeria y mi estrella polar. La pareja más feliz de la tierra.
DOCTOR.— Enhorabuena. Doctor Roda, director de la Casa. Pero… si
son ustedes una pareja feliz, ¿qué diablos vienen a hacer aquí? ¿Han
llegado ustedes voluntariamente?
CHOLE.— Hemos llegado fatalmente. Conducía yo.
DOCTOR.— ¿Y saben ustedes dónde están?
FERNANDO.— Todavía no, pero lo sabremos en seguida. Es nuestra
profesión.
DOCTOR.— Será si yo no me opongo.
FERNANDO.— Inútil oponerse. Somos periodistas: si nos echa usted
por la puerta, volveremos por la ventana. Disfrazados de jardineros, de
inspectores de teléfonos, de vendedores de frutas, nos tendría usted aquí
irremediablemente. No hay nada que hacer, doctor.
CHOLE (Avanzando hacia él).—Nosotros no retrocedemos aunque
tengamos delante un rinoceronte… ¡Oh, perdón!…
FERNANDO.— ¿Su respuesta?
DOCTOR (Los mira entre severo y sonriente).—¿Me perdonarían
ustedes si les advierto que como todos los seres felices… y como todos los
periodistas, son ustedes un poco impertinentes?
FERNANDO.— Perdonado. Pero compréndanos, doctor: el
sensacionalismo es de cultivo muy difícil. El mundo produce cada vez
menos cosas interesantes, y el público, en cambio, tiene cada vez más
hambre de ellas. Usted no puede imaginarse nuestra angustia de
exploradores en busca de lo extraordinario; nuestro gozo profesional