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FERNANDO.— El paraíso… (Se besan riendo, dichosos de amor y

juventud. Entra la DAMA TRISTE. Los contempla con una ternura llena

de lástima. Fernando se aparta al verla.) ¡La serpiente!

DAMA.— Pobres… ¿Ustedes también?

FERNANDO.— Señora…

DAMA.— ¡Qué pena! Tan jóvenes, con toda una vida por delante y

queriéndose así… Novios, ¿verdad?… ¡Qué pena, Señor, qué pena!…

(Cruza la escena y sale).

FERNANDO.— ¿Por qué le dará pena a esa señora que seamos tan

jóvenes?

CHOLE.— No lo habrá sido nunca. ¿Has visto qué aire melancólico?

FERNANDO.— Enferma del hígado, seguro. Lo siento por ti, Chole:

me habías prometido llevarme al paraíso, pero creo que me has metido en

un balneario.

CHOLE (Que se ha quedado mirando los cuadros, extrañada).—Pues

tampoco es un balneario.

FERNANDO.— ¿No?

CHOLE.— Mira…

FERNANDO (Leyendo las inscripciones de los cuadros que ella

señala).—«Sócrates. Siglo quinto de Grecia. Cicuta»… «Séneca. Siglo

primero de Roma. Sangría»…

CHOLE.— «Larra. Siglo romántico de España. Pistola»…

FERNANDO (Comenzando a inquietarse.)—Huy, huy, huy…

CHOLE.— ¿Y aquí? Sobre el arco: (Lee.) «Ven, Muerte, tan escondida

—que no te sienta venir porque el placer de morir— no me vuelva a dar la

vida». Santa Teresa.

(Pausa. Se miran desconcertados.)

FERNANDO.— ¡A que nos hemos metido en un convento!

CHOLE.— ¡Un convento! No digas… El claustro de mirtos, con un

surtidor, las filas de hábitos blancos por las galerías, los maitines… ¡Sería

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