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enfermos, ponía toda mi alma en ellos. Y era tan amargo después verlos
morir… o verles curar, y marchar, también para siempre.
DOCTOR.— ¿No volvió a ver a ninguno?
ALICIA.— A ninguno. La salud es demasiado egoísta. Sólo uno me
escribió una vez, pero ¡desde tan lejos! Había ido al Canadá, a cortar
árboles para hacerse una casa… y meterse dentro con otra mujer.
DOCTOR.— ¿Qué fue lo que la decidió a venir aquí?
ALICIA.— Fue anoche. No podía más. Estaba sin trabajo hacía quince
días. Tenía hambre: un hambre dolo-rosa y sucia; un hambre tan cruel que
me producía vómitos. En una calle oscura me asaltó un hombre; me dijo
una grosería atroz enseñándome una moneda… Y era tan brutal aquello
que yo rompí a reír como una loca, hasta que caí sin fuerzas sobre el
asfalto, llorando de asco, de vergüenza, de hambre, insultada…
DOCTOR.— Comprendo.
ALICIA.— No, no lo comprende usted. Aquí, entre los árboles y las
montañas, no pueden comprenderse esas cosas. El hambre y la soledad
verdaderos sólo existen en la ciudad. ¡Allí sí que se siente uno solo entre
millones de seres indiferentes y de ventanas iluminadas! ¡Allí sí que se
sabe lo que es el hambre, delante de los escaparates y los restaurantes de
lujo!… Yo he sido modelo en una casa de modas. Nunca había sabido
hasta entonces lo triste que es después dormir en una casa fría, desnuda de
cien vestidos, y con los dedos llenos de recuerdos de pieles.
DOCTOR.— Espero que no sea la envidia del lujo lo que ha causado su
desesperación.
ALICIA.— Oh, no. Nunca le he pedido demasiado a la vida. ¡Pero es
que la vida no ha querido darme nada! Al hambre se la vence; ya la he
vencido otras veces. Pero… ¿y la soledad? ¿Sabe usted por qué he venido
aquí?
DOCTOR.— Eso es lo que no acabo de comprender.
ALICIA.— Es natural; en un momento de desesperación, una se mata
en cualquier parte. Pero yo, que he vivido siempre sola, ¡no quería morir
sola también! ¿Lo entiende ahora? Pensé que en este refugio encontraría
otros desdichados dispuestos a morir, y que alguno me tendería su mano…