Lovecraft - 3 cuentos (Albatros)
unos metros atrás. Como un mar de espuma, aquellos huesos cubrían todoel ámbito que abarcaba la vista, unos sueltos, otros articulados total o parcialmentecomo esqueletos; estos últimos se encontraban en posturas quereflejaban un diabólico frenesí, como si estuviesen repeliendo alguna amenazao aferrando otros cuerpos con intenciones caníbales.Cuando el doctor Trask, el antropólogo del grupo, se detuvo para examinare identificar los cráneos, se encontró con que estaban formados por unamezcolanza degradada que le sumió en el más completo estupor. En su mayoría,aquellos restos pertenecían a seres muy por debajo del hombre dePilrdown en la escala de la evolución, pero en cualquier caso eran, sin la menorduda, de origen humano. Muchos eran de grado superior, y sólo unospocos eran cráneos de seres con los sentidos y el cerebro plenamente desarrollados.No había hueso que no estuviera roído, sobre todo por ratas, perotambién por otros seres de aquella jauría semihumana. Mezclados con ellospodían verse muchos huesecillos de ratas, guerreros caídos del letal ejércitoque había cerrado un antiguo ciclo épico.Dudo que alguno de nosotros conservase su lucidez a lo largo de aqueldía de horrorosos descubrimientos. Ni Hoffmann ni Huysmans podían imaginarseuna escena más asombrosamente increíble, más atrozmente repulsiva,ni más góticamente grotesca que la que se ofrecía a la vista de aquellasombría gruta por la que los siete expedicionarios avanzábamos a tumbos…Íbamos de revelación en revelación, a la vez que tratábamos de evitar todopensamiento que se nos viniera a la cabeza sobre lo que pudiera haber acaecidoen aquel lugar trescientos, mil, dos mil o quién sabe si diez mil añosatrás. Aquel lugar era la antesala del infierno, y el pobre Thornton volvió adesmayarse cuando Trask le dijo que algunos de aquellos esqueletos debíandescender de cuadrúpedos a lo largo de las veinte o más generaciones queles precedieron.A un horror seguía otro cuando empezamos a interpretar las ruinas arquitectónicas.Los seres cuadrúpedos -y sus ocasionales reclutas procedentesde las filas bípedas- habían vivido encerrados en cuévanos de piedra, dedonde debieron escapar en su delirio final provocado por el hambre o elmiedo a los roedores. Por legiones se contaban las ratas, cebadas evidentementepor la ingestión de las verduras ordinarias cuyos residuos podían aúnencontrarse a modo de ponzoñoso ensilaje en el fondo de grandes recipientesde piedra prerromanos. Ahora comprendía por qué mis antepasados teníanaquellos huertos tan inmensos. ¡Ojalá pudiera relegarlo todo al olvido!No me hizo falta inquirir sobre lo que se proponían aquellas infernales bandadasde roedores.
Sir William, de pie y enfocando con su linterna la ruina romana, tradujoen voz alta el más sorprendente ritual que jamás haya conocido y habló dela dieta alimenticia del culto antediluviano que los sacerdotes de Cibeles encontrarony entremezclaron con el suyo propio.Norrys, acostumbrado como estaba a la vida de las trincheras, no podíacaminar derecho al salir de la construcción inglesa. El edificio en cuestión erauna carnicería y una cocina -justo lo que Norrys esperaba encontrar-, peroya no era tan normal ver utensilios ingleses familiares en semejante lugar ypoder leer inscripciones inglesas que resultaban conocidas, algunas de fechatan cercana como 1610. Yo no pude entrar en el edificio, aquel edificio testigode diabólicas celebraciones que sólo se vieron interrumpidas por la dagade mi antepasado Walter de la Poer.Sí me aventuré a entrar en lo que resultó ser el edificio bajo sajón cuyapuerta de roble se hallaba en el suelo y en él me encontré una impresionantehilera de diez celdas de piedra con herrumbrosos barrotes. Tres tenían ocupantes,todos ellos esqueletos de grado superior, y en el huesudo dedo índicede uno de ellos pude ver un sello con mi escudo de armas. Sir Williamencontró una cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana,pero en este caso las celdas estaban vacías. Debajo había una criptade techo bajo llena de nichos con huesos alineados, algunos de los cualesmostraban terribles inscripciones geométricas esculpidas en latín, en griegoy en la lengua de Frigia.Mientras tanto, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos prehistóricosdescubriendo en su interior unos cráneos de escasa capacidad, pocomás desarrollados que los de los gorilas, con unos signos ideográficos indescifrables.Mi gato permaneció imperturbable ante todo aquel espectáculo.En una ocasión lo vi pavorosamente subido encima de una montaña de huesos,y me pregunté qué secretos podrían ocultarse tras aquellos relampagueantesojos amarillos.Tras habernos hecho una ligera idea de las espantosas revelaciones quese escondían en aquella parte de la sombría cueva -lugar aquél tan horriblementepresagiado en mi recurrente sueño- volvimos a aquel aparenteabismo sin fin, a la nocturnal caverna en donde ni un solo rayo de luz sefiltraba a través del precipicio. Jamás sabremos qué invisibles mundos estigiosse abrían más allá de la pequeña distancia que recorrimos, pues no creímosque el conocimiento de tales secretos pudiera redundar en pro de lahumanidad. Pero había suficientes cosas en las que fijarnos en torno nuestro,pues apenas habíamos dado unos pasos cuando la luz de los focos pusoal descubierto la espeluznante infinidad de pozos en que las ratas se habían
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unos metros atrás. Como un mar de espuma, aquellos huesos cubrían todo
el ámbito que abarcaba la vista, unos sueltos, otros articulados total o parcialmente
como esqueletos; estos últimos se encontraban en posturas que
reflejaban un diabólico frenesí, como si estuviesen repeliendo alguna amenaza
o aferrando otros cuerpos con intenciones caníbales.
Cuando el doctor Trask, el antropólogo del grupo, se detuvo para examinar
e identificar los cráneos, se encontró con que estaban formados por una
mezcolanza degradada que le sumió en el más completo estupor. En su mayoría,
aquellos restos pertenecían a seres muy por debajo del hombre de
Pilrdown en la escala de la evolución, pero en cualquier caso eran, sin la menor
duda, de origen humano. Muchos eran de grado superior, y sólo unos
pocos eran cráneos de seres con los sentidos y el cerebro plenamente desarrollados.
No había hueso que no estuviera roído, sobre todo por ratas, pero
también por otros seres de aquella jauría semihumana. Mezclados con ellos
podían verse muchos huesecillos de ratas, guerreros caídos del letal ejército
que había cerrado un antiguo ciclo épico.
Dudo que alguno de nosotros conservase su lucidez a lo largo de aquel
día de horrorosos descubrimientos. Ni Hoffmann ni Huysmans podían imaginarse
una escena más asombrosamente increíble, más atrozmente repulsiva,
ni más góticamente grotesca que la que se ofrecía a la vista de aquella
sombría gruta por la que los siete expedicionarios avanzábamos a tumbos…
Íbamos de revelación en revelación, a la vez que tratábamos de evitar todo
pensamiento que se nos viniera a la cabeza sobre lo que pudiera haber acaecido
en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o quién sabe si diez mil años
atrás. Aquel lugar era la antesala del infierno, y el pobre Thornton volvió a
desmayarse cuando Trask le dijo que algunos de aquellos esqueletos debían
descender de cuadrúpedos a lo largo de las veinte o más generaciones que
les precedieron.
A un horror seguía otro cuando empezamos a interpretar las ruinas arquitectónicas.
Los seres cuadrúpedos -y sus ocasionales reclutas procedentes
de las filas bípedas- habían vivido encerrados en cuévanos de piedra, de
donde debieron escapar en su delirio final provocado por el hambre o el
miedo a los roedores. Por legiones se contaban las ratas, cebadas evidentemente
por la ingestión de las verduras ordinarias cuyos residuos podían aún
encontrarse a modo de ponzoñoso ensilaje en el fondo de grandes recipientes
de piedra prerromanos. Ahora comprendía por qué mis antepasados tenían
aquellos huertos tan inmensos. ¡Ojalá pudiera relegarlo todo al olvido!
No me hizo falta inquirir sobre lo que se proponían aquellas infernales bandadas
de roedores.