Víctor Hugo - Los miserables
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Aquí Jondrette creyó evidentemente llegado el momento de apoderarse del filántropo.
Exclamó, pues, con un acento que mezclaba la charla del titiritero de las ferias y la
humildad del mendigo en las carreteras:
-La fortuna me ha sonreído en otro tiempo, señor. Ahora ha llegado su turno a la
desgracia; ya lo veis, mi bienhechor, no tengo ni pan ni fuego. ¡Mis pobres hijas no
tienen fuego! ¡Mi única silla sin asiento! ¡Un vidrio roto! ¡Y con el tiempo que hace! ¡Mi
esposa en la cama, enferma!
-¡Pobre mujer! -dijo el señor Blanco.
-¡Mi hija herida! -añadió Jondrette.
La muchacha, distraída con la llegada de los dos extraños, se había puesto a contemplar
a la señorita y había dejado de llorar.
-¡Llora, chilla! -le dijo por lo bajo Jondrette.
Y al mismo tiempo le pellizcó la mano herida, sin que nadie lo notara.
La niña lanzó un alarido.
La adorable joven que Marius llamaba en su corazón su Ursula se acercó a ella.
-¡Pobrecita! -dijo.
-Ya lo veis, hermosa señorita -prosiguió Jondrette-; su puño está ensangrentado. Es un
accidente que le ha sucedido trabajando en una industria mecánica para ganar seis
centavos al día. Quizás habrá necesidad de cortarle el brazo.
-¿De veras? -dijo el señor Blanco, alarmado.
La chica, tomando en serio estas palabras, comenzó a llorar con más fuerza.
-¡Ah, sí, mi bienhechor! -respondió el padre.
Desde hacía algunos momentos, Jondrette contemplaba al visitante de un modo extraño.
Mientras hablaba, parecía escudriñarlo con atención, como si tratara de buscar algo en
sus recuerdos. De pronto, aprovechando el momento en que los visitantes preguntaban
con interés a la niña sobre la herida de su mano, pasó cerca de su mujer, que seguía tirada
en la cama, y le dijo vivamente y en voz baja:
-¡Mira bien a ese hombre!
Luego continuó con sus lamentaciones:
-¿Sabéis, mi digno señor, lo que va a pasar mañana? Mañana es el último plazo que me
ha concedido mi casero. Si esta noche no le pago, mañana mi hija mayor, yo, mi esposa
con su fiebre, mi hija menor con su herida, los cuatro seremos arrojados de aquí y
echados a la calle, en medio de la lluvia y de la nieve. Debo cuatro trimestres, es decir,
¡sesenta francos!
Jondrette mentía. Cuatro trimestres no hubieran hecho más que cuarenta francos, y no
podía deber cuatro, puesto que no hacía seis meses que Marius había pagado dos.
El señor Blanco sacó cinco francos de su bolsillo, y los puso sobre la mesa.
Jondrette tuvo tiempo de murmurar al oído de su hija mayor:
-¡Tacaño! ¿Qué querrá que haga yo con cinco francos? Con eso no me paga ni la silla ni
el vidrio.
-Señor Fabontou -dijo el señor Blanco-, no tengo aquí más que esos cinco francos; pero
volveré esta noche. ¿No es esta noche cuando debéis pagan..?
La cara de Jondrette se iluminó con una extraña expresión, y contestó con voz trémula:
-Sí, mi respetable bienhechor. A las ocho debo estar en casa del propietario.
Vendré a las seis, y os traeré los sesenta francos.
-¡Oh!, ¡mi bienhechor! -exclamó Jondrette delirante.