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After - Anna Todd

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no te quiero vagando por los pasillos.

—No, ése no es el problema. Llevas de mal humor desde que te he dicho que

no iba a ducharme contigo.

—No… No es verdad.

—Dime por qué o voy a salir de aquí sólo con la toalla puesta —lo amenazo,

aunque sé que nunca sería capaz de hacerlo.

Entorna los ojos, intenta cogerme del brazo para que no me vaya y salpica

agua en el suelo.

—No me gusta que me digan que no —dice con un tono mucho más dulce

que el de hace un instante.

Imagino que, cuando se trata de chicas, Hardin no está acostumbrado a que le

digan que no. Si es que se lo han dicho alguna vez… Mi cabeza me pide que le

comunique que y a puede empezar a acostumbrarse, pero yo tampoco le había

dicho nunca que no. Una caricia y hago todo lo que quiere.

—Yo no soy como las demás chicas, Hardin —replico. Ahí están mis celos.

Sonríe mientras el agua se desliza por su rostro.

—Eso y a lo sé, Tess. Lo sé.

Corre de nuevo la cortina, me visto y él cierra el grifo.

—¿Quieres que te preste algo para dormir? —pregunta, y asiento.

Apenas lo oigo porque su cuerpo chorreante de agua me tiene muy distraída.

Se seca el pelo con una toalla blanca hasta que se lo deja de punta; luego se la

anuda alrededor de la cintura. La lleva tan baja que es la viva imagen del sexo.

Es como si la temperatura del baño acabara de subir veinte grados. Se agacha,

abre un armario, saca un cepillo del pelo y me lo pone en la mano.

—Vamos —me dice, y y o meneo la cabeza intentando olvidar todas mis

ideas indecentes.

Atravesamos el pasillo, doblamos la esquina y un tío alto y rubio casi me

aplasta… Alzo la vista y se me hiela la sangre en las venas.

—Cuánto tiempo sin verte —ronronea, y se me revuelve el estómago.

—Hardin —digo con voz de pito.

Sólo tarda un momento en acordarse de que es el mismo tipo que intentó

manosearme.

—Déjala en paz, Neil —ruge, y el tal Neil palidece.

Antes no debe de haber visto a Hardin. Gran fallo.

—Perdona, Scott —dice, y echa a andar.

—Gracias —le susurro a Hardin.

Él me coge de la mano y abre la puerta de su cuarto.

—Debería partirle la cara, ¿no crees? —dice cuando me siento en la cama.

—¡No! ¡No lo hagas, por favor! —le suplico.

No sé si lo dice en serio, pero tampoco quiero averiguarlo. Coge el mando a

distancia y enciende el televisor antes de abrir un cajón y pasarme una camiseta

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