Malvinas
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CONMEMORACIÓN A 40 AÑOS DE LA GUERRA DE MALVINAS EN EL HONORABLE CONCEJO DELIBERANTE DE AVELLANEDA
/ Vol 12
Desde el rústico papel de estraza, con una prosa que recordaba la Gloria de Lepanto únicamente en la
inutilidad de la mano izquierda, el ahorcado relataba las ilusiones de su adolescencia: ser aviador y esas
pavadas o hacer alguna vez el secundario. Luego revivía su incorporación al Tercero de Infantería y su
disposición a morir por la Patria cuando lo mandaron a defender unas islas, heladas y húmedas, perdidas
en la bruma del Atlántico Sur.
Describía el frío medular padecido con los borceguíes mojados y el hambre por unas provisiones que
nunca llegaban. Confesaba el miedo constante a unos guerreros nepaleses que los degollaban
sorpresivamente en las noches y la angustia de saber que cientos de soldaditos como él habían sido
tragados para siempre por las aguas turbulentas y gélidas; mandados a pique por un submarino atómico.
Volvía a sufrir el quemante y desgarrador penetrar de la esquirla que le cortó los tendones y le dejó los
dedos fruncidos como si se los hubiera cosido con un hilo invisible en el clásico truco de un payaso de
circo. Y, por fin, se avergonzaba con la rendición y el regreso; el desembarco en la Capital, a escondidas;
apartados, como si fueran leprosos, de los brazos solidarios que se estiraban desde detrás de los
alambrados.
Las palabras se quebraban, de a tramos, en el lamparón de una lágrima que desnudaba su impotencia, al
recordar los sistemáticos rechazos cuando tendía la mano tullida, que él consideraba su Cruz de Hierro,
pidiendo trabajo. La desmañada escritura se dulcificaba, en cambio, en el amor por su mujer y en la
tierna contemplación de los mellizos recién nacidos, dentro de la incubadora del hospital. Y la rabia
volvía y terminaba entrando en erupción, desde el ordinario papel de almacén, cuando resucitaba en sus
manos la maldita receta de los antibióticos que jamás alcanzaba a comprar, porque el escaso par de
pesos que lograba reunir se le dividía por dos cada día que pasaba, a medida que se duplicaban los
precios cada veinticuatro horas.
Y el estallido del volcán estremecía las letras en trazos furiosos cuando los cojones se le subieron a la
garganta y lanzó el primer ladrillazo contra la inmaculada vidriera del supermercado, en un saqueo
multitudinario en el que terminó siendo molido a palos por la policía y con un paquete roto de harina de
maíz que se le escurría entre los dedos como si hubiese atrapado un puñado de huidiza arena del
desierto...
El silencio que había quedado afuera se filtró dentro del rancho y se depositó sobre el muerto, sobre los
policías, sobre la viuda sin libreta y aun sobre los niños, que continuaron buscando la teta, pero ahora sin
el más leve quejido.
-Siga, sargento.
-Prácticamente, es todo, señor...
- ¿Prácticamente?
-Sí, señor. Agrega, nada más, que ayer se enteró de que el Gobierno manda dos barcos al Golfo Pérsico
a que colaboren con nuestros antiguos enemigos de las Islas...
El comisario se acercó a la ventana. La gente se había esfumado en evidente propósito de no tener trato
con la autoridad. El trópico y el litoral volvían a estar a todo volumen, pero parecían sonar más apagados,
como si se hubieran puesto nostálgicos. Un modesto sauce, cicatrizado ya tras la poda de otoño,
mostraba en sus muñones, quizá prestándole más atención al calendario que a la temperatura, unos
esperanzados brotes de vida nueva. El oficial se volvió y fijó la vista un largo rato en el cuerpo que
apenas se balanceaba y rotaba sobre sí mismo como una plomada de albañil. Luego miró a la mujer, que
se tragaba, forzando el garguero, unas lágrimas gordas y amargas.
Por fin, dijo: - Usted tenía razón, sargento. Fue un crimen.
1983/2023 – 40 AÑOS DE DEMOCRACIA
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