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Almacigo

Compilado de poemas inéditos de Gabriela Mistral editado por la Corporación Patrimonio Cultural de Chile

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38 Almácigo Po e m a s In é d i t o s d e Ga b r i e l a Mi s t ra l América 39

Hom b r e s de Ch i l e

Se llamaron con otros nombres

y otras sílabas los que vinieron:

O’Higgins, bastardo y héroe

y Carrera, patricio y terco

y Portales que parecía

el pino dulce, el pino tierno,

y seguían siendo los mismos

del Bío-Bío y Ventisquero

que al destino dijeron Sí

y a la desgracia, y al destierro,

nacidos de cerros salvajes

y con metales en los tuétanos.

Se llamó uno Caupolicán

otro Lautaro, todos denuedo,

resueltos a no obedecer

a no ser otros y a ser ellos,

arengando con los muñones,

atravesados de lanza o leño,

vengadores de los del Norte

que callaron y consintieron,

casta de Arauco que no labró,

segó ni tejió para sus dueños

y se acabó temible y mudada

sin perdonar ni decir lamento.

Casta chilena, gente chilena

de las estepas y del desierto,

de la pradera y de los valles,

varios como los elementos,

hijos del fuego o de la nieve,

hijos del mar, padre violento,

os llevo bien y me lleváis,

me tenéis aunque no os tengo.

Que otros discutan su destino

que si Adán, que si Enoch.

Que otros conversen a la sombra

de las palmas o los cafetos.

Nosotros vascos, nosotros

navarros duros y pehuenches,

nos echamos al hombro

nuestra sal y nuestro desierto,

y en vez del plátano y la piña

metales y sal morderemos.

Hasta que tengamos descanso,

hasta que el suelo sea sustento,

no miraremos la Osa Mayor,

no cantaremos los cantos tiernos,

en cerros salvajes viviendo,

amamantados del metal

y comedores de lo Eterno.

Donde los montes son más altos

y son los pastos menos tiernos,

donde la tierra nada quiso

pero los hombres lo quisieron,

en el Tibet y en los salares

fueron llegando, fueron naciendo

donde la roca aúlla sed

y los cactus puro deseo,

en Himalayas y en Aconcaguas

y somos como lo que habemos

como los dioses lo quisieron,

Vulcanos cuando no Neptunos,

catadores, apires y herreros.

Donde es montaña si no es mar,

la pelambre sin asidero

o la sabana sin ternura,

se pusieron o los pusieron.

En donde Almagro volvió el rostro

a las sequías como infierno

y Valdivia aceptó la suerte

y la aceptaron los que vinieron.

No digamos que el suelo es dulce

ni los salares son benévolos.

Digamos solo que lo quisimos

y que estamos donde estaremos

como el glaciar a su destino.

(Los que nos quieren que nos busquen

donde el planeta es puro anhelo

y las montañas se levantan,

que de allí les responderemos

himalayanos o chilenos).

Poca América, poca dulzura,

pocos ríos y poco suelo.

Ni cafetales ni gomales,

ni palmares ni bananeros.

Metal suena bajo los pies

y los metales son prisioneros.

Cobre arde bajo los pies

y el hierro mira a su dueño.

Tenemos dorada la piel

y el ojo claro del mar paterno;

el quechua no nos diga extraños

ni el germano nos diga “nuestros.”

Porque no traicionamos

porque no queremos perdernos

y nuestro cuerpo de cien limos

es solo el santo cuerpo nuestro.

Trepadores de las laderas

y mascadores del Desierto

y arrancadores de polvo de oro

el pecho es ancho y es cruento,

los brazos nacen remadores.

Pero en el pozo de la voz

tenemos la miel del higo de los valles.

Menos hermosos que los griegos,

un poco atlantes, un poco centauros.

Bellos atravesando el mar de las Guaitecas y los estrechos

o partiendo el cerro de plata

que se tumba como alerce

entre espumarajos amargos.

Bolívar padre no nos vio

y para él estamos hechos,

Guatimocín no nos oyó

y contestamos su tormento

porque vivimos donde se acaba

el yugo de lo violento.

También tuvimos los inútiles,

odres hinchados de agua y viento,

y los vendedores del pan

de los hijos que aun no nacieron,

demagogos de lengua suelta.

Pero a todos los aventamos

con el soplido y el harnero

y su nombre no tendrá boca

y ni en el odio los guardaremos.

Guay del que toque nuestra carne

tomándola por criadero.

Guay del que en medio de nosotros

se nos ponga a plantar su reino,

sea el nórdico de la helada

codicia en los ojos de acero,

sea el germano o japonés,

llámese Gengis Kan o Creso.

Que de tener tierra pequeña,

menudo lar, estrecho tempestuoso,

la tierra se ha vuelto nosotros,

nuestro costado y nuestra peana,

y donde cojan y donde saqueen,

como la tigre saltaremos.

Pues nos hicieron en el lote

de los torrentes y los volcanes,

del petrel ebrio de alta mar

y de búfalos violentos,

y no nacimos para servir

sino al que lleva muestras,

marca nuestra sobre la cara

e ímpetu nuestro en los alientos.

Digamos los árboles píos

si dijimos los hombres buenos.

El algarrobo tiene la carne

como de granito sangriento.

Sin edad cual Matusalem

medra junto al espino

y el viento grita huido en los espinos.

Cuando florecen los espinos

“cuyo olor llega al pensamiento,”

que si la tierra es más que la tierra

lo pensamos y lo sabemos

y compramos la flor del cielo divina

con la sangre del brazo cruento.

Álamos, álamos, inacabables,

alamedas blancas al viento,

álamos ebrios de oro

salmodiando la luz en la venteada

Donde el cielo es de ceño y llanto

la araucaria punza el cielo,

alta como la sed de Dios,

recta como el arco certero,

tan perfecta que Dios la mira

cuando se quiere ver perfecto,

verde de eternidad feliz,

cobijadora de los pueblos,

mitad árbol, mitad genio.

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