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Almacigo

Compilado de poemas inéditos de Gabriela Mistral editado por la Corporación Patrimonio Cultural de Chile

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58 Almácigo Po e m a s In é d i t o s d e Ga b r i e l a Mi s t ra l Amor 59

Bal a d a it a l i a n a

Gru t a de pl a t a

Ámame, por que cante. El canto es

el habla más profunda del amor.

Ahora olvídame, supe que el que llora

canta mejor.

Y ahora muere. Para el sumo canto

dame el sumo dolor.

Y la niña lo amó, para ponerle

el canto ente los labios sin calor,

fingiendo odiar, dióle a gustar las lágrimas

y murió, en fin, porque probase honor.

Fui m o s en t r e lo s ár b o l e s fl o r i d o s

Fuimos entre los árboles floridos,

pero nada nos dio la primavera,

más nardo que los nardos tu aliento era

e iba mi pecho cual la poma hendido.

Nuestro mirar transfiguró la roca

sobre la cual tu único beso me entregaras

y aquella fuente que nos abrevara

aun tiembla del temblor de nuestras bocas.

Y porque en esta lengua con salmuera

tuve un cantar aquella primavera

y un beso inmenso que rompió mi voz,

aun doy a los niños mi regazo vano

y sobre llagas y duelos humanos

es ese beso el que devuelvo a Dios.

22, Agosto, 1919

Del plenilunio me arrancaron

y bajé a la gruta de plata

sin pedirla a un Dios ni quererla.

La gruta era blanca,

mejor que la luna y mejor

que el lino de su lino absorto:

tan blanca que me ennegrecía

cuanto blanco yo dejé afuera:

rostros de amigos, jazmín de mayo

y mayólicas de mi mesa.

Suave y terriblemente blanca

con María Madre de Dios.

Tan bella que estaba pasmada

de ella misma y que no podría,

si saltase y subiese al mundo

amar las cosas sus hermanas

que tienen color y de él viven

y se mueren de su color.

Mi cuerpo se volvió de plata

y yo me lo vi en ella misma

que era ella y era mi espejo:

y me di gozo y me di miedo

de aprenderme blanca y cabal

como los mares de mi Dios antes

de ser varada en esta orilla.

La gruta había todo el cuerpo

hecho mirada, hecho mirada:

la mirada de un buho blanco

iris, pupila y pico blanco,

fija, triste y sin lagrimal

y yo hurtándome al buho quieto

me hallaba en prado de ojos blancos.

Mirándome, en los cien azogues,

blanca como la escarcha pura,

siendo yo misma mi ceniza,

yo recordaba mi viejo cuerpo

por no olvidarlo y retenerlo

como hijito que diera amparo.

Olvidándolo él se sumía

en la mar blanca sin dejarme

cuerpo con que huir y salvarme.

La blancura quieta avanzaba

en mí como ola de olvido,

y yo iba entregándole todo:

cerros rojos, mares verdes

y grecas pintadas del mundo.

Las cosas que me hacen dichosa:

mentón morado de la piedra,

fausto de coso de las nubes,

mejilla viva de mi fruta,

sangría de fucsia y coral.

Después yo no le daba más.

Mis ojos fueron blanqueando

y mi memoria con mis ojos

fueron de Sarah, yeso o sal.

Entonces en única albura

sin borde de ningún color,

y con mi vida concedida,

ella y yo una como la mano

sobre la mano, me dormí,

flecha muerta dentro de su aljaba.

Quién me sacó yo no lo sé.

Alguien del mundo, que me amaba,

alguien del mundo, que pensó

en mi cara roja de antes,

y mi cabellera quemada,

y que me levantó de mí.

Pero me duele ahora el ocaso

con su punzada de Longinos

y no amo ver saltar el sol.

Me gusta ahora el plenilunio

como el pecado cometido

y como patria abandonada.

Y los que muerta me lloraron

me levantan cuando yo miro

esta luna que me raptó:

toman mi cuerpo, abren mi casa

y tras de mí corren cerrojos.

New York, 9 de enero 1931.

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