Almacigo
Compilado de poemas inéditos de Gabriela Mistral editado por la Corporación Patrimonio Cultural de Chile
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50 Almácigo Po e m a s In é d i t o s d e Ga b r i e l a Mi s t ra l América 51
Sel v a
Sie s t a en el tr ó p i c o
Vo l v e r, n o
La selva está naciendo
por más que es eterna.
Nunca se acabará
bulto que llaman selva.
Está como parada
y con la frente vuela.
Es de nadie o del indio,
la mala y santa selva.
Es verde, negra y verde
y sin color la selva.
La digo de ser indio
y de saberla entera.
Las que se llaman Madres
dicen están en ella:
está la Madre Fuego,
Madre Agua y Madre Ceiba.
Le lavó el río Amazonas
el cuerpo sangriento
y le secaron las ramas
los doce vientos.
A ninguno se dio.
Por virgen se la queman.
Al indio se le da
la dura que es la tierna.
Está lo que es mejor
que hombre y luz en ella,
están tantos misterios
que en noches espejea.
A ver si se la entienden
y a ver si me la dejan.
El blanco no merece
su techo de tristeza.
Si viene por el río,
mejor que se devuelva.
Las bestias que ella cría,
sus troncos aprietan
y el indio a quien la dieron,
si la ha de dar, la quema.
La selva que caminan
es cosa verdadera
con hálitos oscuros
se borra cuando llegan
o muda, y ellos siempre
se buscarán la selva.
Los blancos toma-todo,
que dejen la selva.
Cuando se acabe el indio,
al que la dieron, vuelvan.
A esta hora de sol sobre el Trópico
huelen fuerte cafeto y caña.
Tanto es el azul que no hay otra cosa,
tanto el mundo que ¿para qué el alma?
El cafetal florido en lomas
llega a criaturas y casas.
E irrita de densa y molida
muriendo en las muelas, la caña.
Hay que hacer los cantos de aquí,
los de ultramar se desmigajan
con este azul y esta fragancia.
Hay que entender negros de zumo
y olvidarse robles por palmas
y hay que llevar, cuerpo del Sur,
la blusa del cafeto, blanca
y caminar grave y ligero:
cual camina quieta, la palma.
No quiero volver a la tierra
donde tuve cuchilla y duelo.
Cuando en mis sueños hago camino
y allá me llevan, yo me devuelvo.
Ya viví en ella, ya la supe,
ya le quebré con la mano
la rama helada, el fruto seco.
No quiero volver a cruzarla
sola y con rostro dado e indefenso
la calma ni la borrasca,
las salinas ni espacios hueros.
Sus esponjas de mar y su niebla
para mi memoria deseo.
No me sirven para ella,
no me valen si yo vuelvo,
el cuerpo por diferente,
el amor por extranjero.
Dios da tierra, la da entera
y ancha como el estremecimiento.
No quiero ir donde dicen
en vano el Padrenuestro.
Las casas son muchas, pocas las puertas,
la troje grande, las manos angostas.
Una diviso y otra hace señas
y otra acostada va en el pecho.
No quiero ir donde me acuerde
y llore sangre mi cuerpo
y sea paja el mundo desabrido
como las motas del desierto,
y mi pobre alma solo sea
orfandad, desvalimiento.
No quiero, no, la baya huera,
el aire sin voces y el Cristo muerto.
Quede atrás; vayan los otros,
árabe, curdo, samoyedo,
y no tengan ni una noche de sed
ni jornada con hambre y desaliento
y les vele Jesús en los umbrales,
la sangre, el candil y el lecho.