Emilio Jéquier, la construcción de un patrimonio
En el marco de las celebraciones de su 140° aniversario, el Museo Nacional de Bellas Artes, con el auspicio de LarrainVial y el patrocinio de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile, se impulsó la edición del libro Emilio Jéquier: la construcción de un patrimonio, que rescata por primera vez la obra, la figura y el pensamiento del autor del edificio en el cual se emplaza este Museo, el Palacio de Bellas Artes, inaugurado en 1880.
En el marco de las celebraciones de su 140° aniversario, el Museo Nacional de Bellas Artes, con el auspicio de LarrainVial y el patrocinio de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile, se impulsó la edición del libro Emilio Jéquier: la construcción de un patrimonio, que rescata por primera vez la obra, la figura y el pensamiento del autor del edificio en el cual se emplaza este Museo, el Palacio de Bellas Artes, inaugurado en 1880.
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y no obstante más poderosos que nunca–, se
complacieron en un conservadurismo ciego, como se
ha reprochado, o si lograron evolucionar y tomar en
cuenta los nuevos materiales, las nuevas expectativas
de la sociedad. Sin abandonar sus raíces grecorromanas
ni la italofilia, ni su gusto por el buen dibujo, ni su
estilo «artista», pero abriendo campo a la variedad de
descubrimientos arqueológicos que proliferaban en torno
a la cuenca mediterránea, siguió siendo el lugar de la
norma y su impugnación. Poco afectada a fin de cuentas,
por los ataques de arquitectos como Viollet-le-Duc, ni por
la competencia de la nueva École Spéciale d’Architecture
(1865) –que no logró hacerle daño y finalmente aceptó su
estatus secundario–; la École des Beaux-Arts siguió siendo
el centro de la creación monumental.
Tras las extensas horas pasadas en los tableros de dibujo,
los antiguos alumnos arquitectos adquirían un enfoque
sobre todo gráfico, un gusto por el detalle y lo decorativo,
una práctica de la composición a partir de un corpus
vasto y compartido de edificios antiguos y modernos,
de proyectos académicos; elementos formateados y
repetitivos. A partir de este legado y estas habilidades
–que van del ornamento a las grandes composiciones, del
vocabulario de órdenes a la concepción de equipamientos
monumentales–, se desprende un ideal: el gran palacio de
piedra y hierro capaz de adaptarse a numerosos proyectos.
Destinado no a un príncipe, sino que a usos públicos,
entrecruza los desafíos distributivos y ornamentales,
urbanos y técnicos, exigiéndole a los arquitectos
competencias variadas y a veces contradictorias.
Esta forma de hibridación dominó la arquitectura
francesa en los años formativos del joven Émile Jéquier.
Se gestó a fines del siglo XVIII, cuando la arquitectura
francesa aceptó con pragmatismo la integración de
nuevas técnicas como una unión de valores culturales
considerados eternos y materiales tradicionales: una
unión dotada de las funciones contemporáneas y los
nuevos materiales. Marcaría luego las más notables obras
maestras arquitectónicas del «siglo de la industria». Su
genealogía, que se puede resumir en algunos momentos
claves de desarrollo histórico, ilustra los triunfos del
proyecto de Beaux-Arts, al igual que su aporía.
to but more powerful than ever – indulged in a blind
conservatism, as it was accused of, or if they managed
to evolve and take into account new materials and
society’s changing expectations. Without abandoning
its Greco-Roman roots nor its Italophilia, nor its
taste for proficient drawing, nor its artistic style, but
influenced by the variety of archaeological discoveries
that multiplied around the Mediterranean basin, the
École continued to be the place that dictated the norm
as well as contesting it. Little affected by the ephemeral
attacks of the architect Viollet-le-Duc, nor by the
competition of the new École Spéciale d’Architecture
(1865), which did not manage to shake it and finally
accepted its secondary status, the École des Beaux-Arts
was still the centre of monumental creation.
After long hours spent at the drawing boards, the
former student architects acquired a primarily graphic
approach, a taste for detail and decoration, a practice
of composition from a vast and shared corpus of old
and modern buildings, of academic projects, formatted
and repetitive elements. From this legacy and these
skills – ranging from ornament to large compositions,
from the vocabulary of orders to the conception of
monumental facilities – an ideal emerged: the great
stone and iron palace capable of adapting to numerous
projects. Intended not for a prince but for public use,
it intersects distributional and ornamental, urban and
technical challenges, demanding varied and sometimes
contradictory skills from architects.
This form of hybridization dominated French
architecture in the formative years of young Émile
Jéquier. It was created at the end of the 18th century,
when French architecture pragmatically accepted the
integration of new techniques as a union of cultural
values considered eternal and traditional materials;
a union endowed with contemporary functions
and new materials. It would later mark the most
remarkable architectural masterpieces of the “century
of industry.” Its genealogy, which can be summarized
in some key moments of historical development,
illustrates the triumphs of the Beaux-Arts project as
well as its aporia.
DE PIEDRA Y HIERRO ∙ OF STONE AND IRON
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