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Emilio Jéquier, la construcción de un patrimonio

En el marco de las celebraciones de su 140° aniversario, el Museo Nacional de Bellas Artes, con el auspicio de LarrainVial y el patrocinio de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile, se impulsó la edición del libro Emilio Jéquier: la construcción de un patrimonio, que rescata por primera vez la obra, la figura y el pensamiento del autor del edificio en el cual se emplaza este Museo, el Palacio de Bellas Artes, inaugurado en 1880.

En el marco de las celebraciones de su 140° aniversario, el Museo Nacional de Bellas Artes, con el auspicio de LarrainVial y el patrocinio de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile, se impulsó la edición del libro Emilio Jéquier: la construcción de un patrimonio, que rescata por primera vez la obra, la figura y el pensamiento del autor del edificio en el cual se emplaza este Museo, el Palacio de Bellas Artes, inaugurado en 1880.

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De piedra y hierro

Of Stone and Iron

¿Qué aprendizajes, referencias o impresiones de su

juventud y su formación francesa conservó Émile Jéquier

durante el resto de su carrera? En esa capital cultural que

era París y que resplandecía entonces a nivel mundial,

numerosos edificios brotaban de la tierra a un ritmo

desenfrenado; se multiplicaban las publicaciones –libros,

recopilaciones con grabados, revistas– y los proyectos

académicos eran expuestos tanto en la École como en

los salones artísticos. Además de los talleres donde

cursaba sus estudios, esa abundante y sofisticada cultura

arquitectónica contemporánea representó para Émile

Jéquier un sustrato formativo en el que todo era útil. Sin

embargo, hay una tradición que domina a todas las demás

y que fue particularmente importante para la creación del

Museo de Bellas Artes de Santiago: los grandes palacios de

piedra y hierro. Estos edificios monumentales asocian la

grandeza de la cultura clásica, de herencia grecorromana,

con la modernidad de los techos de vidrio y acero. En vez

de presentar una oposición entre la cultura del arquitecto

y del ingeniero –como se ha hecho antes–, este artículo

postula que ambos oficios se inscriben en el centro mismo

de la producción de la École des Beaux-Arts, desde sus

orígenes en las vísperas de la Revolución Francesa hasta

los años previos a la Primera Guerra Mundial.

Tras el inicio del siglo XIX, que muchas veces se vio

entorpecido en sus ambiciones monumentales por los

eventos políticos y las dificultades económicas, y a pesar

de las oposiciones –que se manifestaron con menos

fuerza en la arquitectura, es cierto, que en el arte–, el

modelo de Beaux-Arts triunfó en París. Se multiplicaban

las nuevas obras. En paralelo, las grandes exposiciones

universales mostraban la hegemonía de Europa, que se

apropiaba de todas las riquezas y las culturas del mundo,

al tiempo que pretendía educarlas también. Desde luego

que esto se manifestó con diversos matices; más si se

toma en cuenta que coexistieron obras tan diferentes

como el Sacré Cœur neorrománico de Montmartre, la

Torre Eiffel –que escandalizó a los representantes del

buen gusto–, la estación d’Orsay –en la que proliferan las

referencias al siglo de Luis XIV– o el Grand Palais.

A nivel formativo, cabe preguntarse si la École des

Beaux-Arts y sus talleres –en ese entonces objetados

What learning, references or impressions of his youth

and his French formation did Émile Jéquier preserve

during the rest of his career? In this cultural capital

that was Paris which shone then on a global scale,

numerous buildings were sprouting from the ground to

a wild rhythm; publications were multiplying – books,

compilations with engravings, magazines – and the

academic projects were exhibited both in the École

and in the artistic salons. In addition to the workshops

where he studied, this abundant and sophisticated

architectural contemporary culture represented

for Émile Jéquier a formative substratum in which

everything was useful. Nevertheless, there is a tradition

that dominates all others which was particularly

important for the creation of the Museum of Fine

Arts of Santiago: the great palaces of stone and iron.

These monumental buildings associate the nobility of

the classical culture, of Greco-Roman heritage, with

the state-of-the-arts glass and steel roofs. Instead

of presenting an opposition between the architect’s

culture and that of the engineer – as was done earlier –

this article affirms that both occupations were at the

centre of the École des Beaux-Arts production since its

inception in the eve of the French Revolution until the

years before the First World War.

After the beginning of the 19th century, which often

obstructed its monumental ambitions due to political

events and economic difficulties, and in spite of the

oppositions – less in architecture than in the arts –,

the Beaux-Arts model triumphed in Paris. New works

multiplied. In parallel, the big universal exhibitions

showed Europe’s hegemony, which appropriated itself

of all the riches and cultures of the world and at the

same time tried to educate. Ambiguities were certainly

present since disparate works coexisted such as the

neo-Romanesque Sacré Coeur in Montmartre, the

Eiffel Tower – which scandalized the representatives

of good taste – the d’Orsay Station – in which

references to Luis XIV’s century proliferate – or the

Grand Palais.

At a formative level, one wonders if the École des

Beaux-Arts and its workshops – at the time objected

Jean-Philippe Garric

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